Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

BLANCO Y NEGRO

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en BLANCO Y NEGRO

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán relatos que desarrollen el concepto BLANCO Y NEGRO. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE DICIEMBRE

Relatos

64. Paola la portuguesa (Nuria Rodríguez)

Cuando Paola llegó al pueblo, arrasó con todo. Las mujeres la rechazaron de inmediato por su aspecto desvergonzado y sucio que denotaban su peludas axilas. En realidad, era la envidia la que hablaba por ellas a través de sus viperinas lenguas ya que no podían soportar  la forma descarada y lasciva  con la que sus maridos miraban  embobados el baile de sus sensuales caderas al pasar frente a ellos. 

Para mi desgracia, yo fui uno de sus elegidos. 

Me amó, si, pero de una forma egoísta solo comparable a la de un gato.

Su indiferencia y ausencias me mataban lentamente.

Cuando se enroscaba entre mis piernas y me miraba con sus preciosos ojos verdes, la poseía salvajemente hasta satisfacer su celo. Esa noche dormía como un bebé a pesar de saber que al despertar ya no estaría a mi lado lo que haría que yo me rompiese un poco más.

En los momentos más bajos, barajaba la posibilidad de acabar con ella, de acabar con todo, pero solo era un farol para engañar a mi mente, ya que siempre fui consciente de que, al contrario que el gato, Paola solo poseía una vida.

63. MEZCOLANZA

– ¡Envido a chica!

La muchacha parpadeó, sorprendida, y detuvo su paseo matutino ante aquel desconocido con extraño acento que le bloqueaba el paso. Era alto, rubio y de ojos azules. “Nórdico, seguro”, pensó, meneando la cabeza al tiempo que lo esquivaba y reanudaba la marcha. Pero el joven no se rindió: corrió para alcanzarla, rebasarla y saltar de nuevo ante ella, con las piernas separadas y los brazos en jarras.

– ¡Veinte en copas!

La muchacha no sabía si echarse a reír o soltarle un bofetón. Con un resoplido ambiguo, que a nada la comprometía, lo esquivó por segunda vez y siguió andando, esperando la tercera acometida, que no se hizo esperar más allá de quince segundos.

– ¡Siete y media!

La muchacha se encaró con él.

– ¿Pero a ti qué te pasa?

El joven, sonriente, sacó de su pecho un as de corazones. Enternecida, la muchacha le tomó de la mano y paseó junto a él, ese día y todos los demás, compartiendo oros y diamantes, despreciando picas, espadas y bastos, regalándose mutuamente tréboles de cuatro hojas hasta apurar la copa de la vida de ambos.

Dos barajas, un solo destino.

62. Complejo enemigo

Cuando Kunumi recobró el sentido comprobó espantado que yacía entre los cadáveres del resto de su tribu. Los desconocidos, que momentos antes habían llegado disparando indiscriminadamente, tenían preparada ahora una hoguera en la que iban arrojando los cuerpos.

Kunumi debía darse prisa, zafarse cuanto antes del abrazo inerte de los suyos y huir sin ser visto. Pero perdía tanta sangre que dudaba de poder hacerlo. Tuvo que esperar a no tener peso encima, a punto de ser arrojado él también, para arrastrarse a duras penas y desaparecer entre la maleza.

Pasó meses agazapado en la selva sanando sus heridas. Fabricó armas y amuletos. Efectuó rituales sagrados. Recuperó su acostumbrada fuerza. Y ataviado como el gran cazador que era, con el alma y el arco tensados para la venganza, empezó a subir un día la gran montaña que lo separaba del enemigo.

La noche cayó cuando encaraba el último tramo, mostrándole un extraño fulgor que perfilaba la cumbre. Su paso fue cobrando cautela. Hasta detenerse abruptamente al llegar arriba. Su brava figura parecía de bronce iluminada por las luces de la jungla de hormigón que vio. Un portentoso rótulo, indescifrable para él, resplandecía sobre todo ello: «El indígena, hotels & resorts».

61. La apuesta (Salvador Esteve)

La primera vez no me dolió, muy al contrario, fue una liberación: mi marido era un borracho maltratador. Pero Lucía, mi hija, lloró desconsolada, por aquel entonces tenía tan solo cuatro años y adoraba a su padre. Aunque realmente fue muy chocante oír la puerta y ver entrar a un extraño para tomar posesión de sus ganancias en la partida de póker.  Era algo mayor, pero buena persona, por lo que cuando, pasado un tiempo, irrumpió otro hombre lo sentí un poco. Las cartas, tarde o temprano, siempre se tuercen y todo el lote, vivienda, enseres materiales y humanos, pasábamos  de  mano  en mano. Al final te acostumbras. Recuerdo con especial cariño a Patricia, una jugadora de primera, una despampanante rubia que me hizo percibir diferentes matices del placer y que para mi pequeña fue una segunda madre.

Pero los naipes no entienden de emociones ni arraigos.  La cerradura de la puerta nos despierta, y allí está un joven con cuerpo de atleta, un ramo de flores en la mano derecha y un osito de peluche en la izquierda, todo ello aderezado con una sonrisa.  Lucía y yo nos miramos esperanzadas, y solo esperamos que no vaya de farol.

60.- Viaje en familia

Recorrer Estados Unidos. La propuesta de papá para aquel verano nos dejó mudos. Jamás habíamos volado: con el sueldo de empleado de banca nunca pasamos de Benidorm. Pero allí estaban los cuatro billetes de avión, en abanico, sobre la mesita de la sala.

Nuestra emoción se multiplicó cuando aterrizamos: pasaríamos quince días viajando en autocaravana. Partimos de la costa este sin ningún plan: nos deteníamos cuando anochecía y retornábamos a la autopista al amanecer. Lagos, ciudades, montañas y llanuras componían el escenario perfecto para nuestra fantástica aventura. Papá se dejó crecer la barba e insistió en ponernos nombres americanos. Al principio nos resistimos, pero luego, entre risas, le seguimos la corriente. Hasta que llegamos a California.

Allí nos tiñó el pelo, quemó los pasaportes y con los nuevos nos dirigimos al sur. Antes de cruzar la frontera con México se deshizo de todos los móviles y ocultó en los bajos una de las maletas, la más grande. Nuestros quince días se agotaron pero el viaje continuó. Papá nos dijo que dejábamos de ser turistas, que a partir de ahora seríamos para siempre extranjeros.

También dijo que regresar a casa ya no era una opción. Y mucho menos al banco.

59. El cambio y las cartas

—El plan es sencillo: las cartas boca arriba. Nada de políticas ni rollos —soltó el humo del cigarro como una locomotora al acelerar y barajó las cartas—. Fijate bien, vamos a cambiar miedo (miedo a perder la patria, miedo al extranjero) por odio, ¿te enteras, chaval? —se sirvió más coñac–. Fundaremos una nueva era sin politiqueos baratos: pasaremos a la acción. Me han dicho que vales. Venderemos emociones. Nos votarán con las tripas, no con el cerebro y así lograremos el poder —dejó el mazo de cartas en el centro del tapete con violencia. Entonces colocó un revólver junto a los naipes. El silencio llenó la habitación igual que el aire de un globo a punto de reventar—. Es hora de crear inseguridad —anunció. La sonrisa se le partió al mirar a los ojos del joven y calibrar su reacción frente al arma, pero la retiró veloz como un pacífico tahúr—. Ahora son otros tiempos. Solo requerimos tu arte en el manejo de nuestras redes sociales. Necesitamos miedo y odio. Puedes empezar a sembrar. ¡Comienza la partida!

58. El extranjero

A mi paso, las ventanas se cierran y las calles se vuelven silencio. Los vecinos esconden a sus hijas y a sus mujeres, las miradas matan desde los portales, el temor acecha tras los visillos. Los únicos ruidos, la cadencia de mis pisadas, la carga de una escopeta y el ladrido de algún perro. Desde el puente que levantó mi abuelo, echo la vista atrás para ver cómo el pueblo se recompone sin mi incómoda presencia. Sigo el camino. Me alejo de la tierra de mis antepasados, donde todos esos colonos pisotean ahora el suelo en el que nací.

57. Escalera de corazones (La Marca Amarilla)

Ella le miró a los ojos y supo que se marcaba otro farol, pero él insistía en repetir que no, que no quería a María, su compañera de oficina, ni había quedado ni pensaba en ir a tomar nada con ella, que esos rumores eran infundados.
Ella sopesaba retirar su envite y tirar sus cartas de despechada sin motivos, confiar de nuevo, apostar por la relación, y así se lo insinuó.
En ese tenso instante él le dijo «yo te quiero de verdad, María».
Y ahí terminó la partida, y el juego. Ella no perdería nunca más.

56. El charlatán de humo

Estábamos en el río pasando la tarde, como tantas otras durante el verano. Escuchamos alboroto procedente del pueblo, al principio no le dimos más importancia que a la pesca de pececillos. El ruido fue en aumento y decidimos acercarnos hasta la plaza donde vimos congregados a todos los habitantes, incluso a mi abuelo y sus tres compañeros de cartas. Algo importante debía ser aquello para que hubieran interrumpido su partida de mus. Haciéndonos un hueco entre la muchedumbre, pudimos observar al orador provocante del tumulto que escuchaba entusiasmado.

Hablaba de un país extraño, donde la gente se mira a los ojos, es feliz y tiene tiempo para conversar. Dónde se enamoran del alma y se envejece acompañado. El extranjero, tras una larga verborrea, extrajo un sombrero de una maleta que llevaba consigo, del que salió una espesa niebla. Cuando disipó, tras unos largos segundos de incertidumbre, el hombre había desaparecido y con él gran parte de los presentes. Los pocos que quedamos en la explanada nos miramos sin saber si reír o llorar.

Unas jornadas después el forastero regresó al pueblo anunciando su presencia. Esta vez sin charla previa, la niebla envolvió todo y después tan sólo quedaron las piedras.

55. Cartas

Cuando su único hijo tuvo que emigrar, la madre, viuda y analfabeta, le hizo prometer que le contaría cómo era su vida en su nuevo país. Tiempo después recibió emocionada la primera carta. Del sobre salió un torrente de agua salada que parecía no tener fin, con la postdata de la estridente sirena de una fábrica. Así supo que había encontrado lo que buscaba tras un largo viaje por mar.

Le preocupó que en la segunda carta apareciese una melancolía como la que se pegaba a la piel los días sin sol y las tardes de los domingos, pero pronto llegó otra llena de aire primaveral, aroma de flores y la mirada de unos preciosos ojos verdes.

El tañido alegre de las campanas de una iglesia y una lluvia de arroz y pétalos de rosa inundaron su corazón en el siguiente envío, que acabó por desbordarse cuando, meses después, se vio sorprendida por la sonrisa de dos gemelos. Desde entonces, lo que más ilusión le hizo fue recibir ese sabor intangible que le dejaba cada beso de sus nietos.

Ella, sin embargo, solo pudo hacer llegar una carta a su familia. La última. Vacía. Sin nombre. Sin remite. Sin destino.

54. S3R3ND1P14 (Juan Manuel Pérez Torres)

Tras un rato en la sala de espera, en la pantalla apareció por fin aquella rara combinación de letras y números del papelito (que intentaba descifrar sin éxito) que la máquina de recepción le había proporcionado. Se acercó a la puerta donde la esperaba el doctor.
– ¿Viene usted sola a la ecografía?¿Su marido no está?
– Sí doctor, vengo sola, mi marido está trabajando. Es mago ¿sabe? Hace muy buenos trucos y, a estas horas, está desaparecido.
– Ja, ja, ja, me gusta su buen humor.
– Gracias, a veces, como hoy, le hago de ayudante…
La distendida conversación se desarrollaba mientras la joven se colocaba en el potro y se dejaba poner el gel en el vientre.
– Precisamente ayer, quizá algo más tarde que ahora -continuó el doctor-, presencié un espectáculo de esos y el mago hizo desaparecer un naipe del mazo en mis propias manos…
Se hizo un silencio largo mientras el ginecólogo escrutaba la pantallita del ecógrafo.
– En fin, doctor… ¿se ve ya si es niño o niña?
– Pero… ¿Qué? ¿Perdone? ¡No es posible! ¿Es el as de corazones? Sí… ¡Esa era mi carta!

53. Trampantojo (Sara Lew)

Caminando al mediodía por el desierto las cosas se ven diferentes. Con la cabeza ardiendo y los pies abrasados lo irreal cobra sentido. El oasis está solo a un paso, como ese agujero en la arena que aparece de improviso y te succiona, transportándote a una cueva de cuya pared surge, como un milagro, agua fresca de una grieta. Bebes, te mojas y bebes, retozas sobre las rocas y disfrutas de aquella maravillosa sensación de encontrarte a resguardo. Ya descansado, comienzas a preguntarte dónde estás, cómo llegaste hasta allí y qué hacías deambulando por aquel páramo abrasador. No hay respuesta para eso, solo el convencimiento de que aquella masa negra que hay al fondo de la gruta ha comenzado a moverse y a medida que se va acercando se disgrega en miles de murciélagos que no parecen vegetarianos. Piensas en que tu suerte está echada pero no, al menos no todavía. En una pequeña localidad al norte de Alemania, cerca de Bremen, cinco chavales de unos trece años están barajando nuevamente las cartas de personajes de su juego de mesa favorito.

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