Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

BLANCO Y NEGRO

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en BLANCO Y NEGRO

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán relatos que desarrollen el concepto BLANCO Y NEGRO. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE DICIEMBRE

Relatos

03. ORACIÓN COPULATIVA ( Fernando García del Carrizo)

Me miras amenazante desde arriba y produces en mí sentimientos contradictorios. Desde mi pulcra inocencia, siento temor, a la vez que me atrae con violencia encontrarme y fusionarme contigo. Inmaculada y blanca, pienso que ha llegado el momento de aceptar mi destino y dejarme traspasar por ti. Me eriza el toque de tus labios que me manchan con líneas negras. Las cosquillas que produces me excitan y disparan mi deseo. Estoy lista. Quiero algo sublime, sin mediocridad. Nada de medias tintas. No permitas que acabe por ahí tirada, como algunas de mis hermanas. Dámelo todo. Cúbreme con caligrafía exquisita y escribe en mí una poesía o un relato que se publique, llegue lejos y me haga eterna.

02. Solo es un juego

La batalla se estaba tornando cruel y aniquiladora. La infantería de primera línea había, prácticamente, desaparecido; la mitad de nuestra caballería y algún que otro comandante habían sucumbido a aquellas hordas bárbaras. Desde primeras horas de la mañana, en las que nos aprestamos en nuestra posiciones dispuestos a recibir el primer ataque, tuve la certeza de que aquella batalla no la íbamos a ganar. Los comandaba un mariscal ruso, renombrado estratega, cuyo estandarte mostraba una luna blanca sobre fondo negro. En los primeros compases no hubo que lamentar víctimas, pero pronto la sangre comenzó a correr a lo largo del campo de batalla, caímos como árboles bajo un vendaval. Ahora, nuestras filas, exiguas, agotadas, están rotas. Mi señor queda desprotegido y sé que solo yo, puedo darle un respiro, una oportunidad para escapar. Ordenaron que me pusiera delante de mi señor para recibir el ataque que ella, la gran señora blanca, le dirigía a él. Recibí con entereza su acero, me llevé las manos a la herida para no dejar que mis tripas se vertieran por el suelo. Doblé las rodillas y escuché: «¡Jaque!». Mi sacrificio le salvó y caí sobre el tablero sabiendo que no volvería a ver amanecer.

01. NEGRO SOBRE BLANCO

Don Mateo, seguramente, perfila algún personaje absurdo para otro relato.

Nadia, mientras tanto, pasa el trapo, en silencio, por el fondo del escritorio. Al levantar un papelito doblado junto a la lámpara, un inesperado arrebato de curiosidad la empuja a guardarlo en el bolsillo del mandil. Continúa su labor. Lo leerá más tarde.

Después, mientras pasa el plumero por la librería, imagina las intensas vidas de Karenina, Bovary, Ofelia, Eyre… Y al mismo tiempo, no entiende bien qué hace ella allí, malgastada, cuando es capaz de imaginarse en labores mucho más interesantes: podría ser una gran actriz, o una buena cantante, si alguien la hubiera escuchado alguna vez…

Al final de la jornada, mientras se desviste del uniforme blanco y negro, sus dedos se enredan en la doblez de esa cuartilla que don Mateo debió dejar junto a la lámpara y que ella ha recogido no sabe muy bien por qué razón.

Cuando la abre maldice a su autor, —escritorcillo presuntuoso del tres al cuarto llega a llamarlo—, por, con un cinismo inútil, mostrarle lisa y llanamente cuál es su extravagante papel protagonista mediante esas doscientas palabras que comienzan con «Don Mateo, seguramente, perfila algún personaje absurdo para otro relato».

81. VERSIÓN OFICIAL

Me divierte observarlo dramatizar el derrape, exagerar la lluvia golpeando el parabrisas, recrear el instante en que el coche resbala hacia la cuneta. Lo hace con una especie de orgullo: le gusta presumir de que estábamos destinados a encontrarnos. “De película”, explica, y gesticula como si todavía estuviese interpretando la escena. Lo repite en cenas familiares y reuniones de trabajo, a amigos y desconocidos que se cruzan en nuestras vidas.

Dice que fue un milagro que saliera prácticamente ileso, que el guardarraíl y la suerte se confabularon para protegerlo. Yo recuerdo otras cosas: el olor del motor caliente, la quietud absurda después del golpe, la forma en que me miró cuando lo ayudé a salir por la ventanilla rota.

Repite que, si no hubiera pasado por allí justo en ese momento, hoy quizá no estaría vivo. Que el destino me colocó en aquel tramo de carretera. Nunca lo contradigo. Creer en señales le reconforta.

¿Para qué decirle que conocía su ruta, que llevaba días siguiéndolo a distancia, que fui yo quien movió aquel contenedor mal aparcado unos centímetros, los justos para obligarlo a frenar?

Al fin y al cabo, yo también creía en el destino.

80. Injusticia (Salvador Esteve)

Me siento frustrado y menospreciado por la historia. No afirmo que todo el mérito sea mío; el joven humano, de aspecto débil e introvertido, también contribuyó con su propio esfuerzo y seguramente aportó su granito de arena. Sin embargo, no debemos olvidar que, como buen, eficaz y aguerrido gusano, fueron mis fauces y mi voracidad las que aceleraron la putrefacción y provocaron que la manzana cayera.

79 ¿Afortunado?

En mala hora me ofrecí a llevar a Joaquín: el navegador ha elegido un camino alternativo. ¡Malditos atajos! Será mejor volver atrás porque esta carretera se estrecha por momentos. Vaya por Dios. Mi teléfono, sin batería, y el de mi amigo, sin cobertura. Perdidos en medio del monte y ahora el motor empieza con ruiditos sospechosos. “Pup, puup, puuuufffff”. ¡Mierda! Nos tocará andar un buen trecho para llamar a una grúa. ¿Hacia la derecha o hacia la izquierda? Llegamos a un Club Paraíso con su colorido cartel. Nada más entrar, los ojos se me van al escenario donde una bailarina, ligerita de ropa, menea su trasero con una cadencia hipnotizante. Me embelesa la melena ondulada cayendo sobre su espalda, la cintura de avispa, su vaivén con la música, esos muslos descomunales adornados con tatuajes de lunas… No me puedo creer que en una noche tan desastrosa acabe teniendo ante mí a la mujer de mi vida para cambiar mi futuro. ¿Qué coño hace aquí Estrella? La verdad, me siento liberado, últimamente nuestra convivencia se ha convertido en un infierno. Pues con el móvil de Joaquín le saco una foto y me ahorraré una pasta en el divorcio.

78. Elixir de juventud (Blanca Oteiza)

Mientras yo me consumía encerrado en el laboratorio buscando un bálsamo que hiciera desaparecer las canas de mi cabellera, no comprendía cómo mi mujer cada día estaba más joven. Ese brillo en sus ojos y esa piel tersa y suave sin la menor arruga. Cuanto más tiempo pasaba, más me ofuscaba en la pócima mágica que devolviera el color de la juventud a mis cabellos.

Una tarde, abrí por casualidad el armario donde mi esposa guarda su arsenal de belleza y lo encontré lleno de los botecitos desechados de mi experimento.

 

77. Mano de santo (Jesús Navarro Lahera)

Pese a que seguimos sin resolver el problema con el nuevo vecino, al menos se ha solucionado el tema de la plaga de ratones que asolaba el edificio. Sin embargo, y aunque ya no tenemos que soportar a esos molestos roedores, la comunidad continúa alborotada. Uno de los que más protesta es mi marido, para el que es intolerable que tengamos que aguantar las malas pintas del desgarramantas del quinto, como él lo llama.

Dice que es inadmisible que deambule por ahí con ese aspecto, siempre con ropas de colores chillones que le quedan enormes, como si se las hubieran regalado, además de llevar los pelos sucios sujetos en una especie de coleta y dejar a su paso un olor a cabrales que espanta.

Yo me callo, por nada del mundo desvelaría que conmigo su relación ha sido exquisita desde el primer día. Cuando me he cruzado con él, obviamente a solas, me ha tratado con suma cordialidad, igual que yo, claro. Incluso hace un par de semanas le dio por regalarme un trozo de tarta de queso casera, que, por supuesto, nunca pruebo, ya que pude comprobar los efectos que tenía en los ratones que hurgaban en la basura.

76. Defecto de fábrica

La cadena de montaje le infunde un sosiego reparador. Las piezas pasan con una cadencia uniforme, como el latido de un corazón en reposo. Es más llevadera la repetición que la ausencia. Echa de menos besar a la misma mujer cada día, cenar lo de siempre y repetir discusiones gastadas. Ahora solo le queda el pequeño, en su sillita, sin palabras, pero esperándolo con una sonrisa.

Hoy, sin embargo, algo falla. Aparece una pieza con un defecto improbable. Nunca ha visto una pieza así y no hay protocolo para ello. La cinta no espera, de modo que se la guarda en el bolsillo sin pensar.

Cuando llega a casa, le besa la frente al pequeño, le susurra algo cariñoso y lo acomoda en su regazo. Al hacerlo, nota un bulto en el bolsillo. Saca la pieza; no se había fijado, pero su forma le resulta familiar. Lo sienta en su sillita y le desabrocha la camisa. Bajo la tela asoman trozos de hojalata torcida y un hueco en el pecho. La pieza, que encaja sin esfuerzo, arranca un hilo de voz oxidada que susurra «Papá». El sonido es perturbador, como el crujido de un corazón que se quiebra en silencio.

75. El poder de una sonrisa

Siempre había sido un tipo más amargo que un pomelo, huraño, hosco y malcarado. Incluso en la cuna. La gente prefería un mal pisotón antes que permanecer en su compañía. Pero tanta bilis contenida durante años terminó por asomarse en ardores, pinchazos y retortijones. Y cuanto más le dolía, más amabilidad notaba en el vecindario —buenos días tenga usted—, en las paradas del mercado —¿qué desea, buen hombre?—, en sus paseos —que vaya bien, don Anselmo— cuando con alguien se cruzaba. No comprendía ese cambio, esa cordialidad, esa absurda simpatía. En casa le daba vueltas y más vueltas. «Cabrones», se reconcomía por dentro; —son unos cabrones —rezongaba por fuera. Hasta que en una noche de infames dolores pudo ver que la mueca que el sufrimiento componía en el espejo reflejaba una cara de estúpida y amable sonrisa.
Ahora no siente dolor. Le gusta que le saluden, que le hablen y la compañía. Aún le cuesta sonreír. Y si ve que alguien le mira con reserva o reticencia, respira hondo, se concentra, mantiene el aire y se pellizca disimuladamente con todas sus fuerzas.

74. A un paso de la gloria

Andaba don Miguel encerrado en un camaranchón tratando de consolar sus desdichas con la lectura de ciertos libros de disparatadas aventuras a los que su esposa deseaba prender fuego –pues harta inquina les tenía– cuando un griterío en la calle del Cristo encendió su curiosidad.

–¡Ven acá, maldito endriago! ¡Presto pagarás el mal que has cometido! –gritaba su vecino blandiendo una lanza oxidada.

–Téngase, don Alonso –suplicaba un gañán que vivía algo más allá. –No eche a la albarda la culpa del asno. Fue su galgo el que se lanzó sobre mi puerca antes de que ella, al revolverse, le diese semejante testarazo. Mire que si la hace malparir se instalará la negra hambre en mi casa como convidada de piedra.

Aullaba el galgo, gruñía la cerda y porfiaban los vecinos. En esto apareció Catalina rezongando:

–¿Dónde estabais, marido? Ni conseguisteis pasar a Indias ni custodiar los dineros de las alcabalas. Podríais al menos ocuparos del gobierno de la casa, que mucho me pesan sus trabajos. ¡Si al menos me hubieseis dado un hijo que me ayudara!

Escabullose Miguel aprovechando la confusión y, refugiado en su escondrijo, tomó la pluma y comenzó a escribir: «En un lugar de la Mancha…»

73. La trascendente

La observa desde la colina. Ella, terca, nunca se somete. Solo busca confrontación. Y encima ante el primogénito, que, débil aún, gimotea temblando contra su espalda para que la salve. Pero él le indica que no, es su momento, y arrastra al joven a sentarse a su lado. Que aprenda la lección.

Ella ignora la orden de huir dormitando entre el crepitar de la hojarasca. Con todos los músculos en tensión, al líder le satisface ver cómo persiste en su error. Sus labios se curvan en una fina línea de triunfo anticipando el final.

De pronto, tras un salvaje lamento, ella se incorpora en una trémula y patética silueta a contraluz. Después, repuesta y curiosa, acerca una rama seca al peligro caído del cielo. La mueve a un arbusto que, enseguida, entra en combustión. Luego la azota contra el suelo hasta acallarla e, hipnotizada, lo repite una y otra vez.

Y, ante la admiración del hijo común, él gruñe con los dientes al aire mientras ella, un tanto erguida, brama al cielo golpeando el pecho y alzando el tizón, intuyendo que sostiene el poder de cien de su eslabón con la mirada clavada en la colina.

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