Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
días
3
0
horas
2
0
minutos
0
6
Segundos
0
5
Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

09. Esta batalla sin fin

A la hora acostumbrada el niño se va a la cama. Si le miras con atención, verás temblar su barbilla. Levemente, sin estridencias. Pero nadie lo nota salvo yo, que estoy atenta, tal vez acechante…

Allí nadie le cuenta cuentos. De eso me encargo yo.

El niño no crece; es el ser más adulto del mundo.

Para recordarle mi presencia, doy unos toques bajo el colchón. Y tiembla como una hoja, se aferra a la sábana, patea nervioso, se muerde los labios. Pero no llora…

Incremento mis esfuerzos. Exhalo lentamente en su rostro. Logro un gemido tenue, un suspiro jadeante que me envalentona. Hago crujir la baldosa; me río, conquisto.

«El niño tiene ojeras» meditan los padres mientras observan la película, cada uno enfrascado en sus propios pensamientos. La lid está en su apogeo, una de guerra, no tan virulenta como esta que nos ocupa. Y el niño, tierno, se alza en la cama y consigue mirarme a los ojos. El semblante serio, avejentado, más avezado que el mío.

Según crece su intención, noto desfallecer mis fuerzas.

Me siento a su lado y le abrazo: «Te acompañaré siempre» susurro. En esta batalla sin fin…

08. ALERGIAS Y FOBIAS (Jesús Alfonso Redondo Lavín)

Las fobias y las alergias tienen de común el rechazo. Las primeras son rechazo de nuestra mente y las segundas de nuestro cuerpo.

Mi madre era experta en conjuros. No sé de quién los aprendió. Sin duda venían de usos ancestrales del alto Miera. Era, mi progenitora, experta en curar verrugas. Si en la familia aparecía algún averrugado, lo curaba. Nunca reveló su método. El de qué hoja bajo de qué piedra del entorno de qué fuente y el recitado de qué conjuro, se lo llevó a la tumba.

Cuando me llevaban de niño desde Madrid a Santander, al pueblo de Orejo, solar de mis abuelos, mi cuerpo se llenaba de ampollitas diminutas, decían, de “aguadija”. Las razones nunca fueron médicamente diagnosticadas. Sería aquella alergia debida al clima húmedo, los ácaros, las vacas del abuelo o su leche cruda, la torta de maíz, las gallinas o el hedor de la cuadra. Nunca supieron la causa.  Pero para remedios no había otro como mi tío Gelio. Él sabía de todas las pócimas para curar los males de personas y animales. Me hizo tomar una infusión de ortigas y aquellos granitos desaparecieron de mi piel.

Agosto 2025; qué calor; tengo una terrible cenosilicafobia.

07. LA REBELIÓN DE LAS SOMBRAS

Desde siempre he sabido lo que hacían. Decía a todos que mantuvieran las luces encendidas, que no se descubrieran sombras. Se reían de mí.

Las veía arrastrarse separándose de los objetos a los que debían su existencia. Provocaban escenas trágicas que nadie podía explicar entre gritos de desesperación. A mí me dejaban en paz.

Me enviaron al terapeuta para sanar mi fobia. Entré al despacho del galeno. Le pedí como a todos que encendiera todas las luces. Se rio con desprecio afirmando socarrón que en un par de sesiones estaría curado.

Dejó únicamente alumbrando la lámpara de pie detrás de su sofá. Proyectaba una larga sombra, su sombra. Tal como había presenciado mil veces, mientras el psiquiatra me desgranaba su erudita perorata, la sombra se separó de él.

Lo observó con detenimiento y comenzó a ascender por sus zapatos, pantorrillas, rodillas, muslos, vientre, pecho. Cuando llegó a su garganta presionó con deleite. El susodicho fue consciente en ese momento del horror y quiso gritar. Demasiado tarde. Ahí se quedó aterrorizado, asfixiado.

Salí de la consulta encogiéndome de hombros. La sombra me observó tranquila remoloneando satisfecha en el sofá.

06. FOBIÁN, EL METICULOSO ATELOFÓBICO

Mi nombre es Fabián, pero desde niño todos me llaman Fobián.

La primera que tuve (y que persiste) fue la elaiofobia, como Vargas Llosa. Si no puedes con ellos, únete a ellos: motivo por el que me convertí en escritor y productor de aceite de oliva (de Jaén, por supuesto). Actualmente, soy uno de los mejores del mundo (hablamos del aceite).

En la adolescencia descubrí que también padecía socerafobia, por eso me casé con una huérfana, bellísima mujer (me sometí al test de la venustrofobia dos veces). Sé, que además, “disfruto” de algunas otras que todavía no tienen nombre, como la notiquismiquisfobia, o miedo irracional a no ser un tiquismiquis, y desde entonces me he vuelto muy quisquilloso, más aún al conocer que también sufro de una variante no codificada de la tanatofobia: el miedo a morir asesinado. No he tenido otro remedio que hacerme experto de la dark web y estoy en búsqueda internacional por más de quince, aunque en realidad a quien persiguen es a Fabián, no a mí.

05. LETAL (Puri Rodríguez)

Sobrevivió a su pánico infantil a todo tipo de animales. Desde grandes perros hasta diminutas hormigas, cualquier ser vivo no humano había supuesto una auténtica pesadilla para aquella niña, tímida pero muy curiosa.

Con mucho valor y una férrea voluntad, consiguió vencer todos los miedos irracionales que la habían atenazado durante toda su infancia y, un día, hasta se sorprendió acariciando la suave piel de una inofensiva pero enorme serpiente.

Ya al borde de la vejez, constató que, de todas sus fobias, la única que no había logrado superar jamás era la que sentía hacia algo que no reptaba, ni volaba, ni nadaba, ni se deslizaba sobre varias patas pero que, eterno y letal, se extendía sobre la humanidad entera como la peor de las pestes.

Se llamaba: “INJUSTICIA”.

04. CARRUSEL (Ángel Saiz Mora)

Observo el recorrido diabólico. Me pregunto qué tiene de divertido un montaje que desafía los principios físicos para causar sufrimiento.

Tomo asiento en el vagón. Ajusto el arnés.

Comienza despacio, pero se acerca una caída libre seguida de giros bruscos y tirabuzones. Llegaré a estar boca abajo.

El traqueteo metálico sobrecoge. A diferencia de otros, no grito, aunque rechino los dientes, mientras me repito que la posibilidad de accidente es remota.

Salgo de la montaña rusa con el cuerpo baqueteado. Nunca unos pocos minutos fueron tan largos.

Necesito más preparación. Hago cola para subir de nuevo.

Llega el día. Desde que supe que Laura, siempre decidida y valiente, quería que fuésemos al parque de atracciones, me anticipé para superar mi aversión a las alturas en espera de lo peor.

Estoy asombrado. Su actividad preferida tiene un movimiento suave y rítmico, alegría, colores, hasta música agradable. Sonríe conmovida cuando le confieso tanto suplicio previo para poder acompañarla, al creer que sus gustos eran diferentes. Ahora no me equivoco: con algo de vértigo también, pero ilusionante, intuyo una vida a la grupa de caballitos que suben o descienden, altibajos de alegrías y pesadumbres, padres que mueren, un hijo que nace.

03. Savia irlandesa

La abuela rogó al médico que mantuviera vivo al abuelo mientras excavaba un hueco en el patio. Su terquedad era incurable y había decidido morirse para huir al cementerio con su amante. Pero ella no iba a consentir que su espíritu infiel susurrara bobadas bajo la luna a la tumba de aquella pelandusca, así que, obstinada en su creencia de que volver a la tierra no implicaba ser devorados por los gusanos que tanto aborrecía, resolvió instalarle alimentando una higuera que nos ordenó no regar, incluso si languidecía, por respeto a la aversión de su marido a ingerir o usar el agua.

Después de San Patricio, las hojas se volvieron crujientes, cayeron y quedó un palitroque marchito. En otoño, nos sorprendió vistiéndose con brotes escarlata y dos inquietantes higos azul celeste que parecían vigilarnos. Descubrimos entonces que la abuela vertía cada noche una copita de whisky entre las raíces. Cuando ella murió, también la enterramos allí y añadimos al whisky un chupito de anís.

Las chispas descontroladas empezaron en Samhain, al surgir dos furibundos higos amarillos junto a los azules. Tuvimos que suspender el riego alcohólico, remojar las ramas con limonada y atarlas para que no se estrangularan entre sí.

01. HARPAXOFOBIA *

Ha vuelto a notarlo. Al salir de la cocina ha intuido el salto de esa figura apenas imperceptible entrando en su cuarto. Ha decidido no ir a comprobarlo. No necesita comprobarlo. Lo ha visto cruzar el pasillo de un salto como otras tantas veces. Y sabe que cuando vaya al salón todo seguirá igual que siempre. Todo estará en su sitio. Pero en unos días volverá a darse cuenta de que falta alguno de los libros de la estantería de Julio, una foto de la repisa o una macetita de las suculentas. Todo su temor es imaginar donde va a parar todo lo que le quita: cucharillas de café, ceniceros, el mantel de flores, el candelabro de la tía Bea. El gato. Pobre Chispas. Aquella noche pudo escuchar uno de sus habituales bufidos de advertencia a quien se le acercaba más de la cuenta, y a la mañana siguiente se había esfumado para siempre. También su marido, Julio. En unos días hará ya casi un año. «Volveré tarde», dijo.

*Harpaxofobia; miedo a ser robado

93. RE-CREACIÓN

Sobre la gran peña del centro del bosque, la asamblea de los más ancianos está debatiendo sobre el castigo que nos corresponde. Estamos acusados de atentar contra la madre naturaleza.

Los grandes carnívoros presiden la reunión. El oso asegura que nos ha visto ahogar en el río a una camada de zorros por la codicia de disfrutar de sus pieles para abrigarnos. Una comisión de ciervos afirma que cazamos por placer y que entrenamos a nuestros cachorros en perseguir a los más débiles hasta la extenuación. Las aves declaran que talamos árboles para calentarnos con su leña y que quemamos el bosque para despejar una zona donde construir nuestras chozas.

Los escuchamos desde nuestras jaulas, agitándonos furiosos contra nuestro dios.

Cuando lo llaman a declarar, le gritamos que nos engañó diciéndonos que éramos los amos de la creación. Él alega que el sexto día cometió un grave error, pero que está dispuesto a subsanarlo condenándonos a cadena perpetua hasta que nuestra especie sea la primera de todo el reino animal en extinguirse.

92. La lista del general

El olor de la uva madura le recordaba a otros tiempos, cuando  sus huesos no podían predecir la lluvia. El general presumía de tener la mejor bodega  de Alemania. Defendía la superioridad del vino ario sobre el resto de vinos europeos, en especial el francés, que le parecía orín de asno. Afirmaba que caballeros teutónicos llevaron el vino alemán a Tierra Santa, y que fue elegido por Cristo para la Última Cena. Ante la escasez de mano de obra, un amigo que dirigía un campo cercano le prestaba un lote de mujeres y niños judíos en buen estado.
-Mis uvas solo las tocan manos delicadas – se jactaba ante sus oficiales. Acabada la vendimia,  lobos vestidos de gris cargaban a unos corderos asustados con un tatuaje en el brazo  en un tren. El mismo que llevaba toda la producción de la bodega  camino del puerto de Hamburgo.

Semanas después el general recibió una llamada en el club de oficiales. Le confirmaban que un carguero con bandera uruguaya acababa  de zarpar.
En las bodegas, entre barricas de auténtico roble de la Selva Negra, viajaban los judíos camino  de la tierra prometida. Entonces alzó su copa  y brindó por la salud del Fürer.

91. Érase una vez

Cuando empecé a escribir, yo era un oso pequeño, casi de peluche, que inventaba historias de dragones y princesas, que asesinaba lobos en algún bosque tenebroso y comía perdices, contagiado por la felicidad de los protagonistas, para celebrar un final satisfactorio. Al alcanzar la adolescencia, sentí la necesidad de salvar el mundo. Fui un perro callejero que hacía poesía para reivindicar la paz y encadenar amores. Dependía del cánnabis y el alcohol, me alimentaba de emblemas y consignas y nunca fui capaz de mejorar nada, ni siquiera a mí. Autodestruido y famélico, aproveché mi cercanía al infierno para convertirme en un lagarto. Desde aquel suelo caliente, observé la deriva de las cosas, el devenir de los planetas, la inteligencia furtiva del amor. Concebí así, desde mi pedernal atávico, cuentos desquiciados que reptaban entre la yerba marchita, que cambiaban de camisa y se amamantaban con la proteína que ofrecían los insectos. Fue aquel un tiempo placentero en el que aprendí a vivir con los pies en el barro y la cabeza siempre dando vueltas. Ahora, cansado y algo viejo, asumo esta última metamorfosis. La placidez ficticia de planear entre corrientes, de afinar la vista para encontrar, antes que otros, la carroña.

Nuestras publicaciones