Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

BLANCO Y NEGRO

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en BLANCO Y NEGRO

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán relatos que desarrollen el concepto BLANCO Y NEGRO. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE DICIEMBRE

Relatos

63. Con más vagancia que escrúpulos (Alberto BF)

Mi objetivo vital siempre fue subsistir sin pegar un palo al agua. Por eso, tras una formación básica, ingresé en el seminario. Pensé que, con un poquito de oración y cierto dominio sobre la Biblia, bastaría para mantenerme sin demasiado esfuerzo, pero en cuanto vi la cantidad de versículos que había que aprenderse, cambié de opinión. No pasé del Génesis, y, antes del primer año, ya estaba buscando otra ocupación.

Mi siguiente tentativa para vivir sin esfuerzo fue la docencia. Dos meses de vacaciones, casi tres con Navidades y Semana Santa; menudo chollo. Los chavales eran majetes, pero cuando me tuve que enfrentar a la pesadez de sus familias, entendí que ni de broma era el camino. Meses después acumulaba mi segundo intento fallido de subsistencia fluida.

Mucha mejor pinta tuvo lo de ser todólogo tertuliano. Sobre el papel, era la opción ideal, pero una discusión con Pepelu, el hijo de un magnate televisivo, mandó todo al traste. Aún me duele recordarlo.

Afortunadamente, todo cambió desde que llegó aquella carta con sello de Tegucigalpa. Una pariente lejana, desconocida y multimillonaria, nombraba heredera universal a mi madre. Desde entonces, me he especializado en toxicología para deshacerme de ella sin levantar sospechas.

62. NO DIGAS QUE FUE UN SUEÑO (Belén Sáenz)

Me aferré con las dos manos a la barandilla para ver si el frío metal me despertaba de aquel sueño. No cabía duda de que todo estaba allí, como si mi espejismo personal se estuviera representando en un escenario. El orejero de color pardo donde me sentaría a escuchar a los Beach Boys, la cálida alfombra sobre la que gatearía Jandro. Porque se llamaría Jandro, como mi abuelo. Aleteaban los pelícanos en el papel pintado y podía vislumbrar la luz cálida del dormitorio a través de la puerta entornada. Había ideado cada milímetro y cada detalle la noche anterior, después de apagar la luz en mi cuarto de la pensión. Entonces, aquella tenía que ser una señal: le pediría a Inés que se casara conmigo y nos iríamos a vivir a aquel piso que se había hecho yeso y madera ante mis ojos. Lo había encontrado. Con el cosquilleo de quien se siente tocado por las hadas, sentí que el suelo se hundía bajo mis pies. Mi compañero había terminado de limpiar su parte de la ventana y había pulsado el botón de descenso de la barquilla. Tocábamos asfalto y ya no podía verlo. Todo se había acabado.

Fuera de concurso

61. Asuntos pendientes (Juana María Igarreta)

Sandra está apenada. Ha perdido uno de los pendientes de plata envejecida. Se los regaló Lucas el primer año de convivencia. Cuando todavía sin comprometerse a nada las horas separados se les hacían eternas. Cuando aún no sabían que si te abandonas en brazos de la rutina los días se vuelven grises.

Después de echar un vistazo por la casa, le dice a Lucas que baja al garaje a mirar en el coche.

Utiliza la linterna del móvil y un bulto en el asiento de atrás llama su atención: es el jersey beis de Lucas hecho un ovillo. Varios cabellos largos y cobrizos brillan arremolinados en la pechera de la prenda. El hallazgo le genera sentimientos que van de la decepción al alivio. Se pregunta si Lucas se está viendo con alguien. Ojalá. Si pensaba decírselo. Ojalá.

Continúa con la búsqueda del pendiente, mirando minuciosamente debajo de los asientos delanteros. No aparece.

Mientras sube en el ascensor no aparta los ojos de los pelos rojizos adheridos al jersey de Lucas. De pronto le asalta una duda: “¿Y si Juan se llevó enganchado el pendiente en su chaqueta?”.

 

60. CARAMBOLA

La acompañé a aquel sitio solo porque me lo pidió. Ella estaba muy nerviosa y yo intentaba hacer puntos para dejar ser su amigo y pasar al siguiente nivel.

La cita era en una planta baja y un enjambre de chicas, ninguna tan guapa como ella, revoloteaba en la puerta del local. «El trabajo es tuyo», le dije, convencido de que ninguna podría hacerle sombra.

Cinco minutos después salió una mujer con gafas verdes y anotó los nombres en una lista. Después, nos fue haciendo pasar. «Solo un acompañante, por favor», dijo con su voz de campanilla.

Cuando llegó su turno le dieron un papel, que ella leyó con emoción contenida. Uno de los miembros del equipo no dejaba de mirarla. El otro me miraba a mí.  «¿Puedes leer esto?», me preguntó.

Cogí el folio que me tendía, lo leí un par de veces en silencio y lo recité sin mirar el papel.

Hoy ella está casada con un afamado director de cine y yo resido en Beverly Hills.

Por cierto, en aquella ocasión el papel se lo robó otra aspirante. La misma que, durante aquel rodaje, también le robó mi amor.

 

59. Cambio de planes (Ana María Abad)

Su matrimonio agoniza pero no quiere pasar por un divorcio, traumático tanto emocional como financieramente, de ahí que recurra al arsénico en el cordero asado. ¿Cómo iba a imaginar que su marido le mentía al decirle cuánto le gustaba y que el plato en el que ella tanto se esmeraba terminaba siempre en las fauces del perro? El segundo intento acaba con el pobre gato que, glotón como es, se zampa enterita la taza de leche en la que ha disuelto la estricnina. Su tercera y última mascota se reúne con las dos anteriores la mañana que le espolvorea los cereales del desayuno con cicuta en vez de azúcar: qué fatalidad que, justo ese día, el jilguero se escape de la jaula y los confunda con su alpiste.

Como en la tienda de animales no tienen caimanes, propone una excursión al Zoo. Primera parada: los cocodrilos del Nilo. Pero el empujón definitivo falla cuando su marido se inclina a recoger del suelo un billete de lotería huérfano y es ella quien, con su propio impulso, se precipita a las aguas turbulentas.

El cándido esposo no puede creer su buena suerte: el décimo tiene premio.

58. Caminos convergentes (Alfonso Carabias)

Mi padre solía decir que nadie confía en los extraños, hasta que el tiempo los vuelve necesarios.

Las guerras acaban, pero las heridas permanecen, y en los pueblos alejados del bullicio, donde solo vale el trabajo duro, el ánimo acaba cubriéndose de una costra difícil de romper.

La tierra, sin embargo, es sabia. Por ello, pese a las miradas esquivas, los portazos y las noches al raso, he permanecido aquí, escuchando el murmullo del viento, escudriñando los pliegues del terreno y dejándome llevar por las brumas que nacen al alba.

Las señales me guiaron hasta un pedazo de tierra a las afueras del poblado, junto a una de las líneas de ley olvidadas en los mapas.

Allí vivía otra alma solitaria, con la que compartí los conocimientos que mi padre me transmitió para rastrear los ríos ocultos que buscan la luz. Ella me escuchó con calma y me permitió buscar en el corazón de su tierra.

Al principio la vara de avellano temblaba sin rumbo, incierta, hasta que la mujer puso su mano sobre la mía.

Entonces comprendí que el camino del agua que ahora se me mostraba, y el de mi destino, en cierto modo, siempre fueron el mismo.

57. Entretelas de un matrimonio de extrarradio o la ascensión a los cielos de Anita Ekberg (fuera de concurso)

Mamá está desnuda. Nunca la había visto así. Tiene las nalgas tan blancas como el mármol de Macael, pero más blandas. Los pechos también, y más firmes de lo que imaginaba. Parece no haberme visto; sale de la habitación y recorre el pasillo hasta la puerta de la calle. Sus carnes se mueven armónicas a cada paso, generosas, rotundas, igual que un enorme flan recién salido del horno. Quizá debería haber cogido alguna de las mantas que cubren el sofá y correr para taparla, haberla detenido, evitar que se expusiera de ese modo al murmurar de los vecinos. Sin embargo, mientras baja la escalera, la sigo de puntillas para no sacarla de su trance, disfruto con el vaivén de su opulencia: la coreografía de sus muslos, el vals de sus caderas, la habanera de sus mamas, el tango, seductor y sereno, con el que avanzan sus glúteos. Una diosa en busca del Olimpo. Al alcanzar la acera, los rayos del sol se enredan en la maraña gris que laurea su pubis, los peatones se frotan los ojos entre incrédulos y conmovidos y papá, que llega distraído del trabajo, descubre, por fin, el tesoro que siempre había tenido ante sus ojos.

56. Ley de gravitación universal

«Parece que esta tarde tampoco pasará». «¿Quién?» «Tu sabrás». Marta es una exhalación: cuando levantas la vista ya está atendiendo otra mesa. Es posible que lleve razón, que Alberto no vuelva a ver a Inés recorriendo esa acera, pero él mira cada día por el ventanal con la misma atención que repasa sus apuntes de Física. Marta da rodeos en su ir y venir entre la gente para pasar junto a él. «Se ve de buena familia», le dijo ayer al servirle el café. «¿Quién?» «Quién va a ser». Hoy ha aprovechado un respiro para sentarse a su lado —sus codos, según Alberto, a la distancia de Planck— y decirle: «¿Es verdad que la masa de una persona podría caber en un terrón de azúcar?». A lo que él, mirándola a los ojos, le ha respondido que, siendo exactos, en un azucarillo podría caber la de toda la humanidad. La mirada ha durado unos segundos, los mismos que ella ha tardado en levantarse —como una centella— y reanudar su faena. Han sido suficientes no obstante para que el amor, que sin él saberlo ha estado orbitándole todo este tiempo, descienda sobre su cabeza con el peso imparable del universo entero.

55. INTELIGENTE

Desde hace tiempo apenas encuentran mano de obra calificada. La están llevando a la luna X-317 del planeta Landa tras el descubrimiento de un mineral que hace rejuvenecer, y cuya extracción requiere de cientos de miles de cabezas pensantes poniendo sus cerebros al límite de sus capacidades. Por el momento me he librado de ir y perder por agotamiento mi vida allí desde que limpio los suelos del Ministerio de Defensa y del Espacio, y tras graduarme con el grado máximo de doctor sobresaliente cum laude en Ciencias de Ingeniería Superior y Sicología Espacial.

54. UN HECHO EXTRAORDINARIO

Todo ocurrió en cuestión de segundos. Yo caminaba inmersa en mis pensamientos. Él apareció de la nada y me abrazó tirándome al suelo. Un trozo de hormigón desprendido del alero impactó en el suelo, justo a nuestro lado, rompiéndose en mil pedazos.

Me miró con sus ojos verde agua, su boca a unos centímetros de mi boca, —confieso con cierta vergüenza que pensé en besarle—. Me preguntó si estaba bien. Apenas le contesté despareció entre la gente que se arremolinaba alrededor. A nadie le extrañó que yo rompiera a llorar. Los nervios, ya se sabe.

Mi espíritu romántico, forjado en mil noches sin dormir leyendo novelas rosa, lloraba por ese final de película que no había podido ser, sin darse cuenta de que lo realmente extraordinario era haber tenido a un ángel de la guarda a dos palmos de mi cara.

53. REDENCIÓN

Es mi primera misión en la tierra y no pienso fallarle al jefe. He localizado el objetivo sin dificultad: mujer de mediana edad, adúltera, falta de fe y egoísta.

La sigo entre el bullicio del tráfico y los destellos de las luces navideñas, no son buenas fechas para convertirme en la sombra de alguien, máxime cuando ese alguien es adicto a las compras, al ocio, a la buena mesa y a todo lo que lleve asociado el mundanal disfrute.

Se me agota el plazo y no avanzo. El jefe se impacienta. Me ha dado 24 horas más y sé que por muchas que me conceda, no le reportaré los resultados esperados. Es tan emocionante ver cómo gira la ruleta en pos de tu número favorito, son tan sabrosos los manjares que ofrecen en los restaurantes que frecuenta… Además, soy su nuevo amante, es tanto el placer que siento entre sus brazos que estoy decidido a colgar las alas y, Dios si lo tiene a bien, que me perdone.

52. UNA VIDA RESUELTA

Que mi padre estuviera haciendo horas extras durante meses para comprarme aquella máquina de escribir portátil me cambió la vida. Tenía yo catorce años y me gustaba la mecanografía. Pronto tomé lecciones de escritura al tacto, de modo que, con un verano de por medio, estaba escribiendo con todos los dedos los apuntes del colegio. Como no podía ser de otro modo, acabé compitiendo con otros dos mil opositores en una de aquellas pruebas de velocidad tan patéticas como pintorescas en que los perdedores iban quedando orillados en el foso del olvido, mientras los más hábiles ganaban el podio de la estabilidad. Mi adicción temprana dio sus frutos y pronto tuve a mi cargo una ventanilla de registro por la que desfilaban ciudadanos de toda laya y condición.  Quiso el destino que uno de ellos fuera productor de cine y viera en mí cualidades que yo ni sospechaba. El caso es que aquí me tienen, resuelto a ser un Al Pacino de mi generación. De momento, en todas las películas hago de funcionario raso, pero me han prometido, si me esfuerzo, que en unos años llegaré a encarnar a jefes de negociado.

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