Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

34. Atrapados (Aurora Rapún Mombiela)

Al fin, un día de descanso. Relajación, sofá, casa. La lectura la tiene completamente ensimismada. El texto no solo está bien escrito sino que además tiene una trama tan original como sorprendente. 

Clap, clap, clap. 

El sonido la saca de la ficción de golpe. Afina el oído, inquieta.

¿Qué es eso? 

Parece que no es nada y sin embargo las palmas de las manos se le han humedecido de repente. Vuelve al libro.

Cloc, cloc.

No hay duda. Algo pasa. De pronto recuerda. No ha bajado la mosquitera.

El estómago se le hace un nudo. Imagina. Ya imagina.

Lo ve con el rabillo del ojo justo a tiempo de cerrar la puerta con todas sus fuerzas. 

Que encuentre la ventana, por favor, que la encuentre.

Ahora también le sudan las sienes. Lo oye, lo siente. Sabe que está ahí, en la habitación de al lado. Él se golpea una y otra vez, ella gime. Él lo vuelve a intentar, a ella le falta el aire. Es terrible para él. Incapacitante para ella. 

Tras un tiempo indeterminado. Interminable. Inaguantable. Deja de escuchar los espantosos aleteos. No se atreve a abrir la puerta hasta que no se oiga nada. Definitivamente ha parado. Agarra el pomo de la puerta. 

Que haya logrado salir, por favor, que haya salido.

33. Las fobias de Sheila

Mi nueva amiga en el colegio es la más guapa de la clase. Nos sentamos al lado porque la hago reír, aunque sé que no me entiende. Se llama Sheila, tiene los ojos azules como el mar y la piel de chocolate blanco. Después de unos meses, no logro comprender algunas de sus reacciones. Por ejemplo, cuando suena el timbre para salir al recreo, se oculta la cabeza con los brazos. La invité a mi casa para que me ayudara a soplar las diez velas de mi pastel y, en cuanto mis amigos empezaron a tirar petardos, corrió al interior, aterrorizada. La encontré debajo de la mesa, encogida, con la mirada fija en el suelo y las manos pegadas a los oídos. No se atreve a subir a un autobús o a un coche. Solo va a pie o en bicicleta. Tiembla como la hoja de un árbol cuando se queda sola. Hoy, antes de las vacaciones de Navidad, me ha regalado un dibujo suyo. Hay una niña que se parece a ella, pero está llorando; un avión suelta bombas desde un cielo gris; un niño, un hombre y una mujer están tumbados en el suelo, con los ojos cerrados.

32. Inconfesable

Taquicardia, disnea, sudoración. Dichos síntomas se presentan únicamente ante la presencia de la suegra. Sugiero tratar al paciente de penterafobia.

Ante la mirada reprobatoria de su mujer, el hombre recibe en silencio el diagnóstico erróneo, pues calla ese cosquilleo de mariposas en el estómago durante la comida familiar de los domingos.

31. MUNDO ESTÉRIL

Su doctor le dio la mejor noticia. Estaba limpia. Había vencido a la enfermedad. Las lágrimas que brotaron al principio aparecieron también al final del periplo. De la confusión implosiva pasó a la explosión silente de aquella anhelada liberación. Tras concertar el seguimiento de su nueva vida, se despidieron. “Ahora debes cuidarte”. Ella cerró entonces la puerta de la consulta y abrió la de sus temores ignotos. Descubrió un mundo más agresivo que el de apenas treinta minutos antes. El estornudo de un anciano en la sala de espera reveló su vulnerabilidad en esa selva hostil. Ella, que había luchado contra dragones que escupían fuego y le hicieron vomitar hasta el agotamiento, contra ejércitos de alimañas que arrancaron su pelo a jirones, a veces entera, a veces desfallecida, pero siempre con el valor que aporta una causa noble, ahora debía enfrentarse a nuevos adversarios. Le aterraba descuidar su asepsia. Se sintió indefensa ante un posible ataque indiscriminado de personas y animales con todo su armamento vírico. Y decidió aislarse en su guarida estéril, un búnker de miedo e infelicidad. Justo el lugar al que todos creyeron que nunca volvería.

30. BIEN ATADO

Me ato los cordones desde que sé hacer el nudo, y lo hago porque desde pequeño me inculcaron el miedo a tropezarme y no poder alzarme de nuevo.
Esta señorita del asiento de al lado, ajena al peligro, lleva esparteñas con suela de cuña, y el lazo empieza a aflojarse, deslizándose por su tentadora pantorrilla y dejando al descubierto su pie, cuyos dedos juguetean con la puntera con un baile atrevido e inconsciente. Creo que lo hace adrede y me mira de lado para confirmar mi sofoco. Creo que se baja en la siguiente parada y aprovecha para rehacer de mala manera el atado alrededor del tobillo. Su sonrisa me asegura que lo hace para ponerme nervioso.
Estaré atento por si tropieza y cae en mis brazos.

29. Un día cualquiera ( Rosa Gómez)

Apaga la luz y la radio al amanecer. Duerme más tranquila si escucha voces y puede ver si se despierta. Lista para salir, baja a pie desde el séptimo: prefiere no exponerse a las estrecheces del ascensor ni a una posible avería. Su bicicleta está en el trastero de la entrada. Abre la puerta, da un respingo y la cierra: una telaraña en la rueda. Le pedirá a su vecino que la quite. Tendrá que ir andando. Va mal de tiempo y piensa en el camino más corto. Descarta la plaza: demasiada gente, demasiada luz. Será mejor ir por las calles que la bordean, aunque la distancia sea mayor. Mira el móvil: sus amigos proponen ir a la piscina el sábado. ¿Qué excusa se inventa esta vez? Con el agua no puede. Todo menos la verdad. Por fin llega a la facultad, un cuarto de hora más tarde. Imagina la cara inquisidora del profesor y las risitas contenidas de los compañeros. Y no entra.

28. Claustrofobia eterna

El aire es un puñal invisible que se me clava en los pulmones, aunque ya no respiro.

Cada golpe contra la tapa me devuelve el eco de una desesperación inútil: estoy muerto, y aun así siento.

Escucho las paladas de tierra cayendo, una lluvia espesa que clausura para siempre la última rendija de luz.

Siempre tuve miedo a los espacios cerrados, a los ascensores, a las habitaciones sin ventanas.

Reía nervioso, fingiendo que era una manía menor.

Nadie supo nunca cuánto temblaba en silencio.

Ahora permanezco inmóvil.

Enterrado.

Preso de lo que nunca dije.

Ellos creen que descanso.

Se equivocan.

El ataúd se ha vuelto un confesionario mudo, y mi cuerpo un secreto que nunca conté.

Ojalá hubiese gritado en vida lo que me ahogaba por dentro.

Me habrían escuchado.

Me habrían reducido a cenizas.
Y al fin, habría sido libre.

27. Aparcado

Entro en el parking del centro comercial. Me detengo enfrente del control de accesos para coger el ticket, bajo la ventanilla y saco el brazo izquierdo. Hasta el codo. No llego. Lo estiro. Nada. Lo alargo más. Tampoco. Asomo la cabeza. La pierna derecha me tiembla. Pongo el freno de mano. Medio torso fuera del vehículo. Imposible. Las manos me sudan. Respiro hondo.

Bajo del coche y cojo el ticket.

Miro por si alguien estaba esperando. O, peor, por si alguien me ha visto.

Vuelvo a montarme e intento aparcar cerca de alguna entrada. Tras varias maniobras, con el coche enderezado, observo una puerta de almacén justo al lado.

—Mal sitio —pienso—. Aquí me lo rayan.

Me cambio de plaza.

Ya estacionado, veo que estoy ocupando la parcela contigua. Tengo palpitaciones. Apago la radio. Enciendo el aire acondicionado. Así, recorro el garaje hasta encontrar una plaza grande, junto a una columna. Suspiro.

Tiro marcha atrás muy despacio y raspo todo el lateral con la columna que me servía de referencia.

El coche era de mi padre. Reprimo el llanto. De nuevo, siento opresión en el pecho. Inspiro. Exhalo.

Y, por primera vez, lloro desconsoladamente su ausencia mientras salgo del parking.

 

26. COMPRAS PELIGROSAS

–Y bien, ¿qué le ponemos al señorito? –pregunta el hercúleo buey de detrás del mostrador, blandiendo una macheta afiladísima.

El joven mira perplejo al nuevo carnicero del barrio. Y al resto de clientes, que aguardan su turno sin quitarle el ojo de encima y le señalan disimuladamente con las pezuñas. Se estira la barba, se limpia la frente sudorosa con la camisa y da unos pasos hacia atrás, buscando la salida con el rabillo del ojo.

–Hoy sin duda probaremos algo nuevo –improvisa–. Póngame un par de esas manitas. Pero retíreme antes los anillos matrimoniales, si no es mucha molestia. Me produce… ¡fobia el compromiso!

25. Una fobia larvada (Juan Manuel Pérez Torres)

(A un tal David)
Desde pequeño sufre un trastorno de ansiedad que le provoca un miedo irracional y una aversión profunda a los libros y hacia el acto de leer. Lleva un tratamiento de choque que le sienta muy bien y le alivia la dolencia hasta casi desaparecer, pero según su terapeuta, no conseguirá vencerla del todo hasta que se atreva con el libro de los hermanos.

 

24. El libro de las almas

Dejar desatendidos los sombríos pliegues de su timidez le convirtió en el perfecto carcelero de sí mismo. Allí dentro, en las confortables profundidades del autoengaño, los ordenadores eran su refugio, y la vida cotidiana, una ventana traslucida desde donde juzgar lo ajeno con arbitrarias especulaciones. Irremediablemente, desarrolló una considerable fobia a vivir.

Desde fuera no se notaba, pero la capa interior de su piel se extendía hacia adentro, lentamente, formándose una cámara acorazada, ancha y hueca entre dermis y epidermis. Su corazón desconocía el entusiasmo; su hígado, la armonía; su estómago, las mariposas. Las emociones languidecían despedazadas en un armazón de mínima humanidad. Todos los órganos menguaron ante el insoportable empuje del creciente vacío y buscaron asilo en la nueva cámara de su gruesa piel. Todos excepto el cerebro.

Está en la naturaleza del vacío succionar con fuerza cuanto le rodea. Sin empatía que lo pudiera contrarrestar, su cerebro programó una red social capaz de ocupar su interior, a costa de vaciar el de millones, explotando la fobia universal al anonimato de sus congéneres. Una vez tejida la red, solo restaba ponerle nombre. Soulbook le pareció apropiado.

23. CAMPUS

Federico, el gato de Schrödinger, padecía catoptrofobia. Nunca lo pudo superar hasta que le encerraron en una caja de zapatos en cuyo interior había un espejo. Tembló al apreciar lo que reflejaba el cristal, la imagen de su óbito.

 

La superposición cuántica le jugó una mala pasada. Tuvo que ver con lo que oyó a través de las paredes de la caja de cartón. Que su posición en el espacio podría depender de lo quisquilloso que fuera el observador atrevido que tratara de investigar.

 

Si abrían la caja de zapatos, su momento angular se distorsionaba y desaparecía a medida que su posición en el espacio quedaba más definida, aunque siempre a nivel probabilístico. Total, un lío.

 

Había oído que muchos científicos discutían sobre la locura irracional del principio de incertidumbre. Al racionalizar los argumentos paradójicos escuchados empezó a pensar que algún día podría superar su propia fobia frente a los espejos y tomó dos decisiones importantes:

 

La primera, dejar de tomar chupitos de aguardiente escondidos entre los matraces y la segunda, poderse declarar a una gata del laboratorio de anatomía patológica que era conocida en todo el campus como la gata de Doña Flora.

 

Viva el amor.

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