Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

BLANCO Y NEGRO

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en BLANCO Y NEGRO

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán relatos que desarrollen el concepto BLANCO Y NEGRO. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE DICIEMBRE

Relatos

79 ¿Afortunado?

En mala hora me ofrecí a llevar a Joaquín: el navegador ha elegido un camino alternativo. ¡Malditos atajos! Será mejor volver atrás porque esta carretera se estrecha por momentos. Vaya por Dios. Mi teléfono, sin batería, y el de mi amigo, sin cobertura. Perdidos en medio del monte y ahora el motor empieza con ruiditos sospechosos. “Pup, puup, puuuufffff”. ¡Mierda! Nos tocará andar un buen trecho para llamar a una grúa. ¿Hacia la derecha o hacia la izquierda? Llegamos a un Club Paraíso con su colorido cartel. Nada más entrar, los ojos se me van al escenario donde una bailarina, ligerita de ropa, menea su trasero con una cadencia hipnotizante. Me embelesa la melena ondulada cayendo sobre su espalda, la cintura de avispa, su vaivén con la música, esos muslos descomunales adornados con tatuajes de lunas… No me puedo creer que en una noche tan desastrosa acabe teniendo ante mí a la mujer de mi vida para cambiar mi futuro. ¿Qué coño hace aquí Estrella? La verdad, me siento liberado, últimamente nuestra convivencia se ha convertido en un infierno. Pues con el móvil de Joaquín le saco una foto y me ahorraré una pasta en el divorcio.

78. Elixir de juventud (Blanca Oteiza)

Mientras yo me consumía encerrado en el laboratorio buscando un bálsamo que hiciera desaparecer las canas de mi cabellera, no comprendía cómo mi mujer cada día estaba más joven. Ese brillo en sus ojos y esa piel tersa y suave sin la menor arruga. Cuanto más tiempo pasaba, más me ofuscaba en la pócima mágica que devolviera el color de la juventud a mis cabellos.

Una tarde, abrí por casualidad el armario donde mi esposa guarda su arsenal de belleza y lo encontré lleno de los botecitos desechados de mi experimento.

 

77. Mano de santo (Jesús Navarro Lahera)

Pese a que seguimos sin resolver el problema con el nuevo vecino, al menos se ha solucionado el tema de la plaga de ratones que asolaba el edificio. Sin embargo, y aunque ya no tenemos que soportar a esos molestos roedores, la comunidad continúa alborotada. Uno de los que más protesta es mi marido, para el que es intolerable que tengamos que aguantar las malas pintas del desgarramantas del quinto, como él lo llama.

Dice que es inadmisible que deambule por ahí con ese aspecto, siempre con ropas de colores chillones que le quedan enormes, como si se las hubieran regalado, además de llevar los pelos sucios sujetos en una especie de coleta y dejar a su paso un olor a cabrales que espanta.

Yo me callo, por nada del mundo desvelaría que conmigo su relación ha sido exquisita desde el primer día. Cuando me he cruzado con él, obviamente a solas, me ha tratado con suma cordialidad, igual que yo, claro. Incluso hace un par de semanas le dio por regalarme un trozo de tarta de queso casera, que, por supuesto, nunca pruebo, ya que pude comprobar los efectos que tenía en los ratones que hurgaban en la basura.

76. Defecto de fábrica

La cadena de montaje le infunde un sosiego reparador. Las piezas pasan con una cadencia uniforme, como el latido de un corazón en reposo. Es más llevadera la repetición que la ausencia. Echa de menos besar a la misma mujer cada día, cenar lo de siempre y repetir discusiones gastadas. Ahora solo le queda el pequeño, en su sillita, sin palabras, pero esperándolo con una sonrisa.

Hoy, sin embargo, algo falla. Aparece una pieza con un defecto improbable. Nunca ha visto una pieza así y no hay protocolo para ello. La cinta no espera, de modo que se la guarda en el bolsillo sin pensar.

Cuando llega a casa, le besa la frente al pequeño, le susurra algo cariñoso y lo acomoda en su regazo. Al hacerlo, nota un bulto en el bolsillo. Saca la pieza; no se había fijado, pero su forma le resulta familiar. Lo sienta en su sillita y le desabrocha la camisa. Bajo la tela asoman trozos de hojalata torcida y un hueco en el pecho. La pieza, que encaja sin esfuerzo, arranca un hilo de voz oxidada que susurra «Papá». El sonido es perturbador, como el crujido de un corazón que se quiebra en silencio.

75. El poder de una sonrisa

Siempre había sido un tipo más amargo que un pomelo, huraño, hosco y malcarado. Incluso en la cuna. La gente prefería un mal pisotón antes que permanecer en su compañía. Pero tanta bilis contenida durante años terminó por asomarse en ardores, pinchazos y retortijones. Y cuanto más le dolía, más amabilidad notaba en el vecindario —buenos días tenga usted—, en las paradas del mercado —¿qué desea, buen hombre?—, en sus paseos —que vaya bien, don Anselmo— cuando con alguien se cruzaba. No comprendía ese cambio, esa cordialidad, esa absurda simpatía. En casa le daba vueltas y más vueltas. «Cabrones», se reconcomía por dentro; —son unos cabrones —rezongaba por fuera. Hasta que en una noche de infames dolores pudo ver que la mueca que el sufrimiento componía en el espejo reflejaba una cara de estúpida y amable sonrisa.
Ahora no siente dolor. Le gusta que le saluden, que le hablen y la compañía. Aún le cuesta sonreír. Y si ve que alguien le mira con reserva o reticencia, respira hondo, se concentra, mantiene el aire y se pellizca disimuladamente con todas sus fuerzas.

74. A un paso de la gloria

Andaba don Miguel encerrado en un camaranchón tratando de consolar sus desdichas con la lectura de ciertos libros de disparatadas aventuras a los que su esposa deseaba prender fuego –pues harta inquina les tenía– cuando un griterío en la calle del Cristo encendió su curiosidad.

–¡Ven acá, maldito endriago! ¡Presto pagarás el mal que has cometido! –gritaba su vecino blandiendo una lanza oxidada.

–Téngase, don Alonso –suplicaba un gañán que vivía algo más allá. –No eche a la albarda la culpa del asno. Fue su galgo el que se lanzó sobre mi puerca antes de que ella, al revolverse, le diese semejante testarazo. Mire que si la hace malparir se instalará la negra hambre en mi casa como convidada de piedra.

Aullaba el galgo, gruñía la cerda y porfiaban los vecinos. En esto apareció Catalina rezongando:

–¿Dónde estabais, marido? Ni conseguisteis pasar a Indias ni custodiar los dineros de las alcabalas. Podríais al menos ocuparos del gobierno de la casa, que mucho me pesan sus trabajos. ¡Si al menos me hubieseis dado un hijo que me ayudara!

Escabullose Miguel aprovechando la confusión y, refugiado en su escondrijo, tomó la pluma y comenzó a escribir: «En un lugar de la Mancha…»

73. La trascendente

La observa desde la colina. Ella, terca, nunca se somete. Solo busca confrontación. Y encima ante el primogénito, que, débil aún, gimotea temblando contra su espalda para que la salve. Pero él le indica que no, es su momento, y arrastra al joven a sentarse a su lado. Que aprenda la lección.

Ella ignora la orden de huir dormitando entre el crepitar de la hojarasca. Con todos los músculos en tensión, al líder le satisface ver cómo persiste en su error. Sus labios se curvan en una fina línea de triunfo anticipando el final.

De pronto, tras un salvaje lamento, ella se incorpora en una trémula y patética silueta a contraluz. Después, repuesta y curiosa, acerca una rama seca al peligro caído del cielo. La mueve a un arbusto que, enseguida, entra en combustión. Luego la azota contra el suelo hasta acallarla e, hipnotizada, lo repite una y otra vez.

Y, ante la admiración del hijo común, él gruñe con los dientes al aire mientras ella, un tanto erguida, brama al cielo golpeando el pecho y alzando el tizón, intuyendo que sostiene el poder de cien de su eslabón con la mirada clavada en la colina.

72. g ≈ 9.81 m/s² (Elena Bethencourt)

¡Una manzana le bastó al tío! Es increíble lo de Newton. Dicen que estaba reflexionando sobre el movimiento de los cuerpos celestes y las fuerzas que los rigen y ¡zas!, esa manzana le hizo preguntarse por qué caía siempre hacia abajo y no a los lados. Y por ese dilema fue capaz de formular la teoría de por qué los cuerpos son atraídos hacia el centro de la Tierra.

¡Una manzana le bastó al tío! Y yo llevo meses viendo cómo te escondes con el móvil, llegas tarde, cambias contraseñas, borras el historial…

¡Una manzana le bastó al tío! Y yo, a pesar de las señales de que te alejabas del árbol, estaba tan convencido de que tu cuerpo ya no ejercía ninguna atracción, que no supe ver la gravedad.

71. De mi propia tinta

Nació más pequeño de lo que esperaba. Lo gesté durante meses (en las pausas del trabajo, de camino a casa o en la cola del súper), y aunque prometía convertirse en una criatura hermosa, en una historia que diera para mucho más, terminó siendo un microrrelato. Ni siquiera el sentimiento maternal que brotó mientras lo leía pudo evitarlo: me creía incapaz de alimentar algo tan mínimo y lo abandoné como se abandonan las cosas pequeñas, sin hacer ruido, a las puertas de un convento. Con el tiempo se lo confesé a la familia y a los amigos de lo breve. Contaba emocionada lo perfecto de su forma, el brillo de cada palabra, lo acertado del tema. Era muy joven entonces, no me juzgo, pero hoy me pesa mi osadía. No obstante, a veces me parece reconocerlo en libros ajenos. Y, a pesar del llanto, saber que está vivo me reconcilia.

70. Juego de serendipia.

Seis, seis, seis… ¡Malditos dados! Deberían caer aleatoriamente en todas sus caras. No están trucados, porque al cambiar de jugador salen otros números, curiosamente nunca el seis. Querido lector, ¿cómo explica usted esto?

Los teóricos del multiverso creen que al tirar un dado, salen a la vez todas las caras, pero en universos diferentes. Quizás alguna perturbación en el espacio tiempo, mantiene siempre la misma cara en todos los universos.

El seis es el número del diablo, ¿estamos ante un juego de Lucifer?

Si paseamos por un campo y arrancamos una brizna de hierba hemos, agredido a una planta que estadísticamente debería estar a salvo. Ese trocito verde tenía una probabilidad casi cero de morir en nuestras manos, pero ocurrió. Por tanto, una estadística muy improbable es posible en cualquier partida de juegos de azar.

Juan estaba disfrutando del juego , no le importaba perder; tampoco se apostaba tanto. Por serendipia de la vida ,había descubierto que Jorge era su mejor amigo; el único que le acompañaba en el posoperatorio.

¡Era muy aburrido estar tantas horas con los ojos vendados! Menos mal que podía jugar a los dados.

69. Huecos

La penumbra polvorienta del desván conservaba el pasado aterciopelado, sin aristas, como si nada de lo que allí se almacenaba fuera peligroso. Buscaba el «berbiquí» de la abuela, como llamaba su antepasada  a la barrenilla con la que agujereaba cosas para después unirlas con bramante, horadaba paredes para incrustar ganchos o perforaba maderitas para crear juguetes. Trasteó en las cajas de herramientas, pero recordó que ella siempre protestaba porque nunca estaba allí. Abrió entonces el baúl de la ropa y buceó entre las prendas hasta encontrar su eterno mandil. Lo extrajo con devoción, percibiendo su dolorosa ausencia adherida al tejido. En el bolsillo derecho palpó el pequeño utensilio. En el izquierdo, crujía un papel casi desintegrado que sacó cuidadosamente y acercó al ventanuco.

Era una carta en francés, con una caligrafía exquisita, que excluía al abuelo como autor. Un texto apasionado lleno de recovecos que hablaba de amor infinito, de tactos, aromas, suspiros y carne, de orificios, de nostalgia,  distancia, locura, sinsentidos, de corazones rotos.

El vértigo del vacío que siempre provoca el derrumbe de un cimiento aceleró sus latidos. Arrugó la cuartilla y, ocultándola en su mano, voló hacia la escalera azuzada por la risita pícara de su abuela.

68. Cuando un mal escritor se cruza con un mal conductor

 

Mateo vio algo en la carretera y dudó un momento, apenas una décima de segundo. Finalmente dio un volantazo a la derecha, que podría haber sido a la izquierda, pero no lo fue, porque el arcén le pareció más seguro. Lo justo para recibir el impacto del vehículo que avanzaba despacio.

«¿Qué cojones hace este imbécil por el arcén?» —fue lo último que pensó durante el impacto y antes de desmayarse sobre el airbag a medio abrir. Cuando despertó, creyó reconocer la estancia: ¿un hospital? Multitud de máquinas lo rodeaban y le dolía la cabeza. Palpó su cuerpo, se miró las manos y levantó los pies para comprobar que estaba completo y consciente. Se alegró de ver el rostro sonriente de Laura; llevaba un libro en las manos: ¿un ejemplar de la novela que él mismo tiró a la papelera aquel nefasto día?

Le explicó que el conductor del otro vehículo era el propietario de una editorial famosa y que su chófer estaba de baja ese día. Se la había publicado en compensación por los tres meses que había estado en coma. Favor por favor, Laura había retirado la denuncia y declarado que Mateo fue el culpable del accidente.

 

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