Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

BLANCO Y NEGRO

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en BLANCO Y NEGRO

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán relatos que desarrollen el concepto BLANCO Y NEGRO. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE DICIEMBRE

Relatos

75. El poder de una sonrisa

Siempre había sido un tipo más amargo que un pomelo, huraño, hosco y malcarado. Incluso en la cuna. La gente prefería un mal pisotón antes que permanecer en su compañía. Pero tanta bilis contenida durante años terminó por asomarse en ardores, pinchazos y retortijones. Y cuanto más le dolía, más amabilidad notaba en el vecindario —buenos días tenga usted—, en las paradas del mercado —¿qué desea, buen hombre?—, en sus paseos —que vaya bien, don Anselmo— cuando con alguien se cruzaba. No comprendía ese cambio, esa cordialidad, esa absurda simpatía. En casa le daba vueltas y más vueltas. «Cabrones», se reconcomía por dentro; —son unos cabrones —rezongaba por fuera. Hasta que en una noche de infames dolores pudo ver que la mueca que el sufrimiento componía en el espejo reflejaba una cara de estúpida y amable sonrisa.
Ahora no siente dolor. Le gusta que le saluden, que le hablen y la compañía. Aún le cuesta sonreír. Y si ve que alguien le mira con reserva o reticencia, respira hondo, se concentra, mantiene el aire y se pellizca disimuladamente con todas sus fuerzas.

74. A un paso de la gloria

Andaba don Miguel encerrado en un camaranchón tratando de consolar sus desdichas con la lectura de ciertos libros de disparatadas aventuras a los que su esposa deseaba prender fuego –pues harta inquina les tenía– cuando un griterío en la calle del Cristo encendió su curiosidad.

–¡Ven acá, maldito endriago! ¡Presto pagarás el mal que has cometido! –gritaba su vecino blandiendo una lanza oxidada.

–Téngase, don Alonso –suplicaba un gañán que vivía algo más allá. –No eche a la albarda la culpa del asno. Fue su galgo el que se lanzó sobre mi puerca antes de que ella, al revolverse, le diese semejante testarazo. Mire que si la hace malparir se instalará la negra hambre en mi casa como convidada de piedra.

Aullaba el galgo, gruñía la cerda y porfiaban los vecinos. En esto apareció Catalina rezongando:

–¿Dónde estabais, marido? Ni conseguisteis pasar a Indias ni custodiar los dineros de las alcabalas. Podríais al menos ocuparos del gobierno de la casa, que mucho me pesan sus trabajos. ¡Si al menos me hubieseis dado un hijo que me ayudara!

Escabullose Miguel aprovechando la confusión y, refugiado en su escondrijo, tomó la pluma y comenzó a escribir: «En un lugar de la Mancha…»

73. La trascendente

La observa desde la colina. Ella, terca, nunca se somete. Solo busca confrontación. Y encima ante el primogénito, que, débil aún, gimotea temblando contra su espalda para que la salve. Pero él le indica que no, es su momento, y arrastra al joven a sentarse a su lado. Que aprenda la lección.

Ella ignora la orden de huir dormitando entre el crepitar de la hojarasca. Con todos los músculos en tensión, al líder le satisface ver cómo persiste en su error. Sus labios se curvan en una fina línea de triunfo anticipando el final.

De pronto, tras un salvaje lamento, ella se incorpora en una trémula y patética silueta a contraluz. Después, repuesta y curiosa, acerca una rama seca al peligro caído del cielo. La mueve a un arbusto que, enseguida, entra en combustión. Luego la azota contra el suelo hasta acallarla e, hipnotizada, lo repite una y otra vez.

Y, ante la admiración del hijo común, él gruñe con los dientes al aire mientras ella, un tanto erguida, brama al cielo golpeando el pecho y alzando el tizón, intuyendo que sostiene el poder de cien de su eslabón con la mirada clavada en la colina.

72. g ≈ 9.81 m/s² (Elena Bethencourt)

¡Una manzana le bastó al tío! Es increíble lo de Newton. Dicen que estaba reflexionando sobre el movimiento de los cuerpos celestes y las fuerzas que los rigen y ¡zas!, esa manzana le hizo preguntarse por qué caía siempre hacia abajo y no a los lados. Y por ese dilema fue capaz de formular la teoría de por qué los cuerpos son atraídos hacia el centro de la Tierra.

¡Una manzana le bastó al tío! Y yo llevo meses viendo cómo te escondes con el móvil, llegas tarde, cambias contraseñas, borras el historial…

¡Una manzana le bastó al tío! Y yo, a pesar de las señales de que te alejabas del árbol, estaba tan convencido de que tu cuerpo ya no ejercía ninguna atracción, que no supe ver la gravedad.

71. De mi propia tinta

Nació más pequeño de lo que esperaba. Lo gesté durante meses (en las pausas del trabajo, de camino a casa o en la cola del súper), y aunque prometía convertirse en una criatura hermosa, en una historia que diera para mucho más, terminó siendo un microrrelato. Ni siquiera el sentimiento maternal que brotó mientras lo leía pudo evitarlo: me creía incapaz de alimentar algo tan mínimo y lo abandoné como se abandonan las cosas pequeñas, sin hacer ruido, a las puertas de un convento. Con el tiempo se lo confesé a la familia y a los amigos de lo breve. Contaba emocionada lo perfecto de su forma, el brillo de cada palabra, lo acertado del tema. Era muy joven entonces, no me juzgo, pero hoy me pesa mi osadía. No obstante, a veces me parece reconocerlo en libros ajenos. Y, a pesar del llanto, saber que está vivo me reconcilia.

70. Juego de serendipia.

Seis, seis, seis… ¡Malditos dados! Deberían caer aleatoriamente en todas sus caras. No están trucados, porque al cambiar de jugador salen otros números, curiosamente nunca el seis. Querido lector, ¿cómo explica usted esto?

Los teóricos del multiverso creen que al tirar un dado, salen a la vez todas las caras, pero en universos diferentes. Quizás alguna perturbación en el espacio tiempo, mantiene siempre la misma cara en todos los universos.

El seis es el número del diablo, ¿estamos ante un juego de Lucifer?

Si paseamos por un campo y arrancamos una brizna de hierba hemos, agredido a una planta que estadísticamente debería estar a salvo. Ese trocito verde tenía una probabilidad casi cero de morir en nuestras manos, pero ocurrió. Por tanto, una estadística muy improbable es posible en cualquier partida de juegos de azar.

Juan estaba disfrutando del juego , no le importaba perder; tampoco se apostaba tanto. Por serendipia de la vida ,había descubierto que Jorge era su mejor amigo; el único que le acompañaba en el posoperatorio.

¡Era muy aburrido estar tantas horas con los ojos vendados! Menos mal que podía jugar a los dados.

69. Huecos

La penumbra polvorienta del desván conservaba el pasado aterciopelado, sin aristas, como si nada de lo que allí se almacenaba fuera peligroso. Buscaba el «berbiquí» de la abuela, como llamaba su antepasada  a la barrenilla con la que agujereaba cosas para después unirlas con bramante, horadaba paredes para incrustar ganchos o perforaba maderitas para crear juguetes. Trasteó en las cajas de herramientas, pero recordó que ella siempre protestaba porque nunca estaba allí. Abrió entonces el baúl de la ropa y buceó entre las prendas hasta encontrar su eterno mandil. Lo extrajo con devoción, percibiendo su dolorosa ausencia adherida al tejido. En el bolsillo derecho palpó el pequeño utensilio. En el izquierdo, crujía un papel casi desintegrado que sacó cuidadosamente y acercó al ventanuco.

Era una carta en francés, con una caligrafía exquisita, que excluía al abuelo como autor. Un texto apasionado lleno de recovecos que hablaba de amor infinito, de tactos, aromas, suspiros y carne, de orificios, de nostalgia,  distancia, locura, sinsentidos, de corazones rotos.

El vértigo del vacío que siempre provoca el derrumbe de un cimiento aceleró sus latidos. Arrugó la cuartilla y, ocultándola en su mano, voló hacia la escalera azuzada por la risita pícara de su abuela.

68. Cuando un mal escritor se cruza con un mal conductor

 

Mateo vio algo en la carretera y dudó un momento, apenas una décima de segundo. Finalmente dio un volantazo a la derecha, que podría haber sido a la izquierda, pero no lo fue, porque el arcén le pareció más seguro. Lo justo para recibir el impacto del vehículo que avanzaba despacio.

«¿Qué cojones hace este imbécil por el arcén?» —fue lo último que pensó durante el impacto y antes de desmayarse sobre el airbag a medio abrir. Cuando despertó, creyó reconocer la estancia: ¿un hospital? Multitud de máquinas lo rodeaban y le dolía la cabeza. Palpó su cuerpo, se miró las manos y levantó los pies para comprobar que estaba completo y consciente. Se alegró de ver el rostro sonriente de Laura; llevaba un libro en las manos: ¿un ejemplar de la novela que él mismo tiró a la papelera aquel nefasto día?

Le explicó que el conductor del otro vehículo era el propietario de una editorial famosa y que su chófer estaba de baja ese día. Se la había publicado en compensación por los tres meses que había estado en coma. Favor por favor, Laura había retirado la denuncia y declarado que Mateo fue el culpable del accidente.

 

67. Advertencias de seguridad (Patricia Collazo)

Escribía manuales de instrucciones. No era ese “ganarse la vida escribiendo” que había soñado, pero le daba de comer. 

Las paredes de su despacho estaban cubiertas de textos en distintos idiomas, hojas con frases resaltadas, gráficos emborronados, pósits con palabras garabateadas que rodaban al suelo y terminaban pegados en el sitio equivocado. 

Ningún producto se le negaba. Tanto elaboraba manuales para manejar fotocopiadoras, como instrucciones para conseguir el algodón de azúcar perfecto. Podía explicar el modo correcto de remontar una cometa o enumerar las configuraciones posibles de una cafetera.

Montar productos y elaborar instrucciones que garantizaran su seguridad y correcto funcionamiento le hacían sentir que tenía el mundo bajo control.

Hasta que el montaje de la mujer perfecta llegó a su mesa de trabajo. Intentó durante años, a prueba y error, montándola y desmontándola, sin conseguir que ella no tuviera defectos. Cuando lograba una sonrisa angelical, los dedos del pie le quedaban torcidos, y cuando ella resultaba ser muy inteligente, un hueco entre la axila y el pecho se le llenaba de aire.

Tanto se empeñó que terminó enamorándose de ella, aunque no fuera perfecta. Nunca publicó su manual de instrucciones ni hizo caso a sus propias Advertencias de Seguridad.

66. Perihelio

El Big Bang, las galaxias, la Vía Láctea, el Sol, la Tierra, el agua, el oxígeno, LUCA, Ardi, Lucy, Ledi, Jebel Irhoud, Omo-Kibish I, tú, yo. Tú y yo.

65. 8 días, 7 noches

-Bienvenida al «Príncipe de los mares» – me dijo una valquiria rubia que me sacaba una cabeza. Avancé por un dédalo de pasillos interminables camino del camarote. Por una puerta entreabierta ví a Albano
y Romina Power, las estrellas de la naviera, discutiendo  agriamente en el idioma universal del desamor.
«Mal presagio para un crucero de singles», pensé.
En aquel barco no había clase media. O adonis tatuados que se miraban al espejo hasta para cambiar de postura en la tumbona, o indigentes sentimentales buscando  comer caliente.
Le conocí en cubierta. Hablamos de la vida  y  de los  miedos, los ya superados y los que se insinuaban en el horizonte de nuestros cincuenta y pocos. El barco se convirtió en góndola veneciana con sólo dos pasajeros. La Tramontana y el Levante  bendecían lo nuestro revolviéndonos el pelo. Hasta el escurridizo Mistral bajó de las montañas regalándonos lejanos aromas de pino y Romero. Por megafonía anunciaron la avería del barco.
– La pieza  puede tardar semanas- anunció sombrío el capitán.
Albano y Romina se habían reconciliado, estaban cantando «felicidad».  Entonces me recosté en la tumbona y  comprendí  que en el mar, como en la vida,  el secreto está en dejarse llevar.

64. De esas ciudades que se pierden sin ninguna explicación – María Rojas

Le dicen La ciudad perdida. ¿Perdida por quiénes?, preguntó.

Perdida por ellos y ganada por nosotros.

Nadie supo a ciencia cierta qué fue lo que pasó. ¿Recuerdas tú algo?

Recuerdo que los venidos de abajo enfermaron; veían grotescas apariciones que los empujaban al abismo por las terrazas de piedra.

Arqueólogos, científicos y funcionarios despavoridos huyeron escondidos en la niebla. No encontraron lo que venían buscando.

Y los estudios y todas las utopías, ¿en qué quedaron?

En nada; todo quedó en la inopia.

Los indígenas dicen que fueron los infalibles azares del alma los que apabullaron a los extranjeros, obligándolos a abandonarla.

La ciudad se quedó en un espejismo del que quién sabe si algún día despertará.

 

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