Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

SERENDIPIA

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en SERENDIPIA

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LA SERENDIPIA. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
días
2
5
horas
1
9
minutos
3
6
Segundos
3
6
Esta convocatoria finalizará el próximo
15 DE NOVIEMBRE

Relatos

37. ELOGIO DE LA SOMBRA

Lo que recuerdo del día son los colores que el sol despertaba en las cosas. A veces lo añoro, ahora que vivo en la sombra. Para mí, la luz dejó de ser benefactora para convertirse en enemiga. Por el contrario, cuánta paz me depara la noche. Bajo la luna, las formas de la naturaleza apenas se dibujan con tenues matices de negrura. Sin embargo, en las ciudades han dejado de existir las tinieblas, heridas de muerte por lámparas y neones. Qué diferente la leve iluminación de las farolas en los pueblos pequeños. La atmósfera se hace densa como una capa de tejido leve, un manto que protege e invita a la ensoñación. Es en esas horas cuando recorro los caminos y las calles en un tiempo que se ha paralizado. A veces, acudo a los lugares de fiesta que el verano prolonga hasta la madrugada. Busco vitalidad en esos cuerpos ebrios de juventud, ignorantes del ocaso. Su plenitud es paliativo de mi decadencia. Después disfruto del silencio y la calma hasta que amanece. Entonces regreso al lugar donde me oculto, abro el ataúd y sueño con una estaca en mi corazón.

36. Y colorín colorado…

Siempre los mismos cuentos y siempre antes de dormir: Caperucita, Los Tres Cerditos, Pedro y el…¡Todo tan inocente!

Al apagar la luz el niño se tapaba con la sábana hasta más arriba de la cabeza, así los días de luna no veía sombras en la pared. Escuchar el nombre le causaba incontinencia; ver unas enormes garras pegadas al cristal le dejó sin poder hablar.

En casa de sus abuelos, allí en el pueblo, se tapaba los oídos aterrorizado cuando el viento arrastraba las hojas secas en el jardín o ante el salpiqueo de las gotas de lluvia.

En Navidad nunca se compró el famoso turrón de nombre impronunciable y la chimenea se selló a cal y canto.

Más tarde los cambios propios de la pubertad disimularon un vello excesivo; aunque lo que más le costó esconder fue el apéndice que le iba creciendo al final de la espalda.

Una de esas noches sin luna, encaramado al alféizar de la ventana vio destellos en la oscuridad, un grupo de pequeñas luces temblorosas que se acercaban.

Después de emitir un profundo y prolongado aullido, de un salto se incorporó a la manada.

35. El miedo más grande del mundo

Ahora que el tiempo se mide como el espacio que transcurre entre consulta y consulta, que vivo una existencia entre paréntesis seguida de tres puntos suspensivos cada vez más difuminados, he abandonado todos mis miedos.

Ahora que el tiempo se mide entre las horas que se deslizan entre una visita de consuelo y una mirada de compasión, me he deshecho de cada una de las fobias que me atormentaban: odiaba que me tocaran y, sin embargo, ahora cualquier caricia me emociona; me repugnaba el asqueroso desliz de las cucarachas y ahora me sorprendo observando su envidiable destreza; me aterraban los grandes espacios inabarcables por mi mirada y ahora los busco, a conciencia, para diluirme en su paz, en su bella amplitud.

Ahora que debo enfrentarme al miedo más grande del mundo, me he liberado: ya no tengo miedo, ningún miedo, aunque ya no sirva de nada o aunque, tal vez, solo sirva para darme cuenta de su inutilidad, de su falsedad. Ahora sé que, si me valieron de algo, fue únicamente para arrebatarme pedazos de la vida que en estos últimos instantes, cuando se escabulle sin remedio, me resulta más brillante, más emocionante y más hermosa que nunca.

 

34. Atrapados (Aurora Rapún Mombiela)

Al fin, un día de descanso. Relajación, sofá, casa. La lectura la tiene completamente ensimismada. El texto no solo está bien escrito sino que además tiene una trama tan original como sorprendente. 

Clap, clap, clap. 

El sonido la saca de la ficción de golpe. Afina el oído, inquieta.

¿Qué es eso? 

Parece que no es nada y sin embargo las palmas de las manos se le han humedecido de repente. Vuelve al libro.

Cloc, cloc.

No hay duda. Algo pasa. De pronto recuerda. No ha bajado la mosquitera.

El estómago se le hace un nudo. Imagina. Ya imagina.

Lo ve con el rabillo del ojo justo a tiempo de cerrar la puerta con todas sus fuerzas. 

Que encuentre la ventana, por favor, que la encuentre.

Ahora también le sudan las sienes. Lo oye, lo siente. Sabe que está ahí, en la habitación de al lado. Él se golpea una y otra vez, ella gime. Él lo vuelve a intentar, a ella le falta el aire. Es terrible para él. Incapacitante para ella. 

Tras un tiempo indeterminado. Interminable. Inaguantable. Deja de escuchar los espantosos aleteos. No se atreve a abrir la puerta hasta que no se oiga nada. Definitivamente ha parado. Agarra el pomo de la puerta. 

Que haya logrado salir, por favor, que haya salido.

33. Las fobias de Sheila

Mi nueva amiga en el colegio es la más guapa de la clase. Nos sentamos al lado porque la hago reír, aunque sé que no me entiende. Se llama Sheila, tiene los ojos azules como el mar y la piel de chocolate blanco. Después de unos meses, no logro comprender algunas de sus reacciones. Por ejemplo, cuando suena el timbre para salir al recreo, se oculta la cabeza con los brazos. La invité a mi casa para que me ayudara a soplar las diez velas de mi pastel y, en cuanto mis amigos empezaron a tirar petardos, corrió al interior, aterrorizada. La encontré debajo de la mesa, encogida, con la mirada fija en el suelo y las manos pegadas a los oídos. No se atreve a subir a un autobús o a un coche. Solo va a pie o en bicicleta. Tiembla como la hoja de un árbol cuando se queda sola. Hoy, antes de las vacaciones de Navidad, me ha regalado un dibujo suyo. Hay una niña que se parece a ella, pero está llorando; un avión suelta bombas desde un cielo gris; un niño, un hombre y una mujer están tumbados en el suelo, con los ojos cerrados.

32. Inconfesable

Taquicardia, disnea, sudoración. Dichos síntomas se presentan únicamente ante la presencia de la suegra. Sugiero tratar al paciente de penterafobia.

Ante la mirada reprobatoria de su mujer, el hombre recibe en silencio el diagnóstico erróneo, pues calla ese cosquilleo de mariposas en el estómago durante la comida familiar de los domingos.

31. MUNDO ESTÉRIL

Su doctor le dio la mejor noticia. Estaba limpia. Había vencido a la enfermedad. Las lágrimas que brotaron al principio aparecieron también al final del periplo. De la confusión implosiva pasó a la explosión silente de aquella anhelada liberación. Tras concertar el seguimiento de su nueva vida, se despidieron. “Ahora debes cuidarte”. Ella cerró entonces la puerta de la consulta y abrió la de sus temores ignotos. Descubrió un mundo más agresivo que el de apenas treinta minutos antes. El estornudo de un anciano en la sala de espera reveló su vulnerabilidad en esa selva hostil. Ella, que había luchado contra dragones que escupían fuego y le hicieron vomitar hasta el agotamiento, contra ejércitos de alimañas que arrancaron su pelo a jirones, a veces entera, a veces desfallecida, pero siempre con el valor que aporta una causa noble, ahora debía enfrentarse a nuevos adversarios. Le aterraba descuidar su asepsia. Se sintió indefensa ante un posible ataque indiscriminado de personas y animales con todo su armamento vírico. Y decidió aislarse en su guarida estéril, un búnker de miedo e infelicidad. Justo el lugar al que todos creyeron que nunca volvería.

30. BIEN ATADO

Me ato los cordones desde que sé hacer el nudo, y lo hago porque desde pequeño me inculcaron el miedo a tropezarme y no poder alzarme de nuevo.
Esta señorita del asiento de al lado, ajena al peligro, lleva esparteñas con suela de cuña, y el lazo empieza a aflojarse, deslizándose por su tentadora pantorrilla y dejando al descubierto su pie, cuyos dedos juguetean con la puntera con un baile atrevido e inconsciente. Creo que lo hace adrede y me mira de lado para confirmar mi sofoco. Creo que se baja en la siguiente parada y aprovecha para rehacer de mala manera el atado alrededor del tobillo. Su sonrisa me asegura que lo hace para ponerme nervioso.
Estaré atento por si tropieza y cae en mis brazos.

29. Un día cualquiera ( Rosa Gómez)

Apaga la luz y la radio al amanecer. Duerme más tranquila si escucha voces y puede ver si se despierta. Lista para salir, baja a pie desde el séptimo: prefiere no exponerse a las estrecheces del ascensor ni a una posible avería. Su bicicleta está en el trastero de la entrada. Abre la puerta, da un respingo y la cierra: una telaraña en la rueda. Le pedirá a su vecino que la quite. Tendrá que ir andando. Va mal de tiempo y piensa en el camino más corto. Descarta la plaza: demasiada gente, demasiada luz. Será mejor ir por las calles que la bordean, aunque la distancia sea mayor. Mira el móvil: sus amigos proponen ir a la piscina el sábado. ¿Qué excusa se inventa esta vez? Con el agua no puede. Todo menos la verdad. Por fin llega a la facultad, un cuarto de hora más tarde. Imagina la cara inquisidora del profesor y las risitas contenidas de los compañeros. Y no entra.

28. Claustrofobia eterna

El aire es un puñal invisible que se me clava en los pulmones, aunque ya no respiro.

Cada golpe contra la tapa me devuelve el eco de una desesperación inútil: estoy muerto, y aun así siento.

Escucho las paladas de tierra cayendo, una lluvia espesa que clausura para siempre la última rendija de luz.

Siempre tuve miedo a los espacios cerrados, a los ascensores, a las habitaciones sin ventanas.

Reía nervioso, fingiendo que era una manía menor.

Nadie supo nunca cuánto temblaba en silencio.

Ahora permanezco inmóvil.

Enterrado.

Preso de lo que nunca dije.

Ellos creen que descanso.

Se equivocan.

El ataúd se ha vuelto un confesionario mudo, y mi cuerpo un secreto que nunca conté.

Ojalá hubiese gritado en vida lo que me ahogaba por dentro.

Me habrían escuchado.

Me habrían reducido a cenizas.
Y al fin, habría sido libre.

27. Aparcado

Entro en el parking del centro comercial. Me detengo enfrente del control de accesos para coger el ticket, bajo la ventanilla y saco el brazo izquierdo. Hasta el codo. No llego. Lo estiro. Nada. Lo alargo más. Tampoco. Asomo la cabeza. La pierna derecha me tiembla. Pongo el freno de mano. Medio torso fuera del vehículo. Imposible. Las manos me sudan. Respiro hondo.

Bajo del coche y cojo el ticket.

Miro por si alguien estaba esperando. O, peor, por si alguien me ha visto.

Vuelvo a montarme e intento aparcar cerca de alguna entrada. Tras varias maniobras, con el coche enderezado, observo una puerta de almacén justo al lado.

—Mal sitio —pienso—. Aquí me lo rayan.

Me cambio de plaza.

Ya estacionado, veo que estoy ocupando la parcela contigua. Tengo palpitaciones. Apago la radio. Enciendo el aire acondicionado. Así, recorro el garaje hasta encontrar una plaza grande, junto a una columna. Suspiro.

Tiro marcha atrás muy despacio y raspo todo el lateral con la columna que me servía de referencia.

El coche era de mi padre. Reprimo el llanto. De nuevo, siento opresión en el pecho. Inspiro. Exhalo.

Y, por primera vez, lloro desconsoladamente su ausencia mientras salgo del parking.

 

26. COMPRAS PELIGROSAS

–Y bien, ¿qué le ponemos al señorito? –pregunta el hercúleo buey de detrás del mostrador, blandiendo una macheta afiladísima.

El joven mira perplejo al nuevo carnicero del barrio. Y al resto de clientes, que aguardan su turno sin quitarle el ojo de encima y le señalan disimuladamente con las pezuñas. Se estira la barba, se limpia la frente sudorosa con la camisa y da unos pasos hacia atrás, buscando la salida con el rabillo del ojo.

–Hoy sin duda probaremos algo nuevo –improvisa–. Póngame un par de esas manitas. Pero retíreme antes los anillos matrimoniales, si no es mucha molestia. Me produce… ¡fobia el compromiso!

Nuestras publicaciones