Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

SCHADENFREUDE

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en el tema que te proponemos

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2024 Este año, la inspiración llega a través de conceptos curiosos de otras lenguas del mundo. El tema de esta tercera propuesta es el término alemán SCHADENFREUDE, que viene a significar la "alegría por el mal ajeno" Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 de MAYO

Relatos

64. Cambio de planes (Blanca Oteiza)

La música envuelve las conversaciones que se pierden antes de llegar al oído. Los hielos se deshacen en una bebida que se derrama con cada baile. Y tú no dejas de fijarte en ese amigo de la amiga que acaban de presentarte. Le miras, él te mira; sigues danzando en la pista, como las ideas en tu cabeza. Quieres escapar de la noche ruidosa, de las amigas y del gentío que os rodea.

Te acercas a la barra, él llega después y se coloca a tu lado. Os miráis unos segundos, los suficientes para sonreír y responder al camarero que no queréis otra bebida. Salís del local a la noche que se muestra complaciente.

63. LA ÚLTIMA MIRADA

No importaba que la música estuviera a un volumen exagerado. No necesitábamos hablarnos. Tan solo una mirada nos bastaba para saber lo que estábamos pensando. Tal era nuestro grado de complicidad antes de aquella noche en que yo, solo con la mirada y una leve caída de párpados, le repetía una y otra vez «la última y nos vamos». Ahora nuestras miradas ya no pueden ser cómplices porque no se cruzan. Cuando le miro a los ojos es como asomarme a un precipicio. Su última mirada fue a las luces del camión que a la salida de aquella curva apagaron su vista para siempre.

Ya no nos hablamos con la mirada. Le cojo del brazo, mis manos son su ojos, y salimos a pasear los tres, yo a un lado, él en medio y al otro, sujeto por la correa, Lucky, su lazarillo que con su andar tranquilo, cadente y pachón, marca el ritmo de la culpa que arrastro.

62. Iguales (Luisa Hurtado)

Eran hermanos y no necesitaban hablarse. Todo el día a la gresca, peleados por ser el primero en lograr algo, llegar más lejos, correr más rápido, hacer la broma más pesada o eludir los mandatos de sus padres. Siempre pendiente el uno del otro, ni muy lejos ni muy cerca, justo al lado, al alcance del puño o de la mano.
Juntos pastoreaban, cada hermano debía vigilar la mitad del rebaño pero siempre uno lanzaba una piedra, otro lo imitaba, la competición se iniciaba y poco a poco sus cuerpos se acercaban, sus miradas se desafiaban, inseparables y sin hablarse.
Llegó el día en que quizás un brazo se elevó demasiado, alguien interpretó mal un gesto o la rivalidad solo escaló más alto y una mano, portando una piedra pesada, cayó con fuerza sobre una sien haciendo que uno de los hermanos se desplomase.
Fue después, cuando llegó el momento de contarlo, cuando se repartieron nombres y papeles. Caín, mirándose atónito las manos, el asesino; y Abel, el caído, el bueno, el sacrificado.

61. Selección natural

Siempre fui un bicho raro. Quizá por eso me atreví a utilizarlo como conejillo de Indias. Solo quería poner a prueba su arrogancia de pavo real, que reconocí de inmediato al empezar a trabajar en su empresa. Él no necesitaba nada escrito porque le sobraban tablas como orador, pero yo, como ratón de biblioteca que era, sabría adornar de erudición su parlamento en la reunión anual de asociados. Eso fue lo que me dijo mientras retozábamos como dos tortolitos en nuestro nido de amor. Y añadió que me encargara de redactarle el discurso. Entonces activé mi plan.

Antes de desdoblar las hojas en la tribuna, nuestras miradas se cruzaron y durante un segundo todavía fueron cómplices. Al descubrir que lo que en ellas había era ilegible, comprendí que no sería capaz de coger el toro por los cuernos. Y perdió los papeles por segunda vez. Ante un auditorio lleno de peces gordos me acusó de hacerme la mosquita muerta siendo en realidad una auténtica víbora. Siguió aullando desde su guarida, mientras yo me arrastraba zigzagueando hacia la salida de aquel recinto lleno de tiburones.

60. Trabajo en equipo (Nuria Rodríguez)

Llevan haciéndolo tantos años juntos que han perdido la cuenta, pero sin embargo, apenas cruzan un par de palabras durante su quehacer.

De una manera casi mecánica, llevan a cabo su cometido con la única compañía de la radio local.

El de los ojos amables, los prepara, lavando con tanto mimo sus cuerpos, que parece casi un ritual. El otro, de mirada fría e impenetrable, corta, disecciona y extrae con manos expertas, cada uno de sus órganos, para después depositarlos en antisépticas neveras.

El único momento en el que se atreven a mirarse a los ojos, es cuando la noticia de una nueva desaparición interrumpe la canción Country que llena la silenciosa estancia. Esta vez se trata de  una niña de diez años.

Es solo un segundo fugaz, repleto de vergüenza y culpa. Un único segundo en el que sus ojos, escupen la terrible verdad, la misma que sus mentes luchan por ocultar en lo más oscuro de su ser.

La música se reanuda y siguen trabajando sin mediar palabra, pero ahora sus miradas lo llenan todo de voces que gritan que mañana, el cuerpo de la pequeña, ocupará su fría mesa de operaciones.

59. ¿Y CÓMO ES ÉL? (Belén Sáenz)

A Etta James parece costarle un mundo expresar qué es aquello que la tiene atrapada. Y se demora entre agudos y graves de su poderosísima voz hasta caer en la cuenta de que es amor. Suena la versión en directo de Something’s got a hold on me como una advertencia para mí en nuestro viejo pick-up. Y entonces sé que no se trata de una simple aventura. Justo estoy cruzando el umbral y no puedo evitar chamuscar el felpudo al dejar la ira fuera de casa. Tú y yo habíamos acordado hace tiempo que las palabras no cambian designios: solo acumulan sufrimiento, y nos habíamos construido un lenguaje a medida entretejiendo indicios y adivinanzas. Pongo una cápsula de descafeinado para ti, para que puedas descansar esta noche, y una de ristretto para mí, que no tengo intención de hacerlo. Bebemos de pie, despidiéndonos con los ojos. Antes de salir, deslizo mi alianza en el mueble de la entrada, evitando que tintinee. Pero vuelvo sobre mis pasos con la intención de pedirte un último favor. Y antes de que pueda verbalizarlo, me dices que no me preocupe, que no le vas a permitir fumar dentro de casa.

58. El tren de las oportunidades perdidas

La estación hierve de actividad. Es hora punta y decenas de viajeros corren por el andén. Las consignas bullen como un enjambre. Ajenos al alboroto que los rodea, enfrascados en sus propios pensamientos, dos jóvenes ─diabluras del destino─ cruzan de repente la mirada. Él, mochila a la espalda y libro en las manos. Ella, parada entre la gente con aire despistado. El tiempo se detiene. En los ojos de él, presiente ella la luz de una aventura. En los de ella, él adivina oasis de calma. Sonríen al unísono y una promesa tiembla en el aire. Pero el hechizo se rompe apenas nacido. La llegada del tren los trae de vuelta al presente, a los horarios, los compromisos y las citas. Él sube a su vagón con un suspiro. Ella duda un segundo, comprueba la hora en su reloj, no se mueve. Esos ojos… ¡ay, esos ojos! Sacude al fin la cabeza con gesto de extrañeza, agarra sin ganas su maleta y, tras un último vistazo por encima del hombro, se dirige a la salida. En su mente, el eco silencioso de una despedida, de un encuentro inexistente, de lo que pudo haber sido… De lo que nunca será.

57. Vivo o muerto

Es arriesgado transitar de noche el siguiente tramo del camino, pero el sheriff y sus hombres deben de andar cerca. Se lo digo a Lucy evitando su mirada, a sabiendas de que ella evita la mía. No es la misma desde hace días. Nada que ver con aquella que me entregó su ternura sin reservas la primera noche. Tampoco con la que más tarde me ayudó a burlar mi mal sino liberándome del calabozo. Ensillo los caballos y, mientras lo hago, caigo en la cuenta de lo poco que hemos hablado hasta ahora. Es como si nos hubiésemos conocido desde siempre. Como si ella llevase media vida esperándome en el salón de Madame Petite y yo otra media buscándola por los indómitos poblados del Oeste. Acabo de recoger nuestras cosas y apago la hoguera con agua. La percibo impasible tras la nube de vapor, con el brillo de sus ojos observándome ahora en la oscuridad. De sobra sé que no es la idea de una huida incierta lo que la retiene. Ni siquiera me sorprendo al escuchar el clic de su revólver. Siempre temí que mi amor sincero y todas mis promesas de futuro no fueran para ella suficiente recompensa.

56. A ciegas

Te hice una promesa: Cuidaré de mi hermano. Y no lo he conseguido, madre. Un brazo quebrado y el cuerpo tatuado a moratones antes de cumplirse un mes de tu ausencia. Mentí. Yo dejé abierto el gallinero, dije. Pero el monstruo nos miró a los ojos y supo la verdad. Siempre es así. Lee en ellos nuestros pensamientos. Dogo huyó antes de que lo colgara. Aunque las dos gallinas degolladas quedaron como prueba. No es malo, el perro. No. El instinto salvaje. Nada más.

Hoy, el animalillo ha regresado en busca de alimento. Lo recibí a pedradas. Aquí no puede estar. Pero mi hermano —ya sabes cómo es— lo ocultó en el granero. Después, ocurrió muy deprisa. Agitaba su cola de alegría y derribó la lámpara de gas. El fuego devoró la madera en un instante.

Cuando regrese el monstruo de la feria —el que fue tu marido— será capaz de matar a su hijo menor. Comprende, madre, por qué he tenido que desobedecerte y sacar las tijeras afiladas del costurero. Sin pronunciar palabra, nos miramos por última vez. Es un valiente. Ahora me toca a mí. Frente al espejo, las hundiré hasta romper mis retinas si dejo de temblar.

55. No te murás en agosto (María Rojas)

La herida era honda, por ella se me escapaba la vida. Embelesados, nos mirábamos. Con esos prontos tuyos te levantaste y me dijiste:

«No te murás en agosto, lindo, que el forense está de vacaciones. ¿O es qué querés que el carnicero de turno te raje de mala manera? Recordá el disgusto que te dan las cicatrices mal zurcidas. No sé en qué vainas estás pensando, hermoso, para morirte con este calor. Tu cuerpo empezará a desprender más rápido rarezas sulfúreas y gusanos atufados. No seas comodón, bello, esperá a morirte cuando refresque el tiempo. No le des la razón a mamá que, en su tonito, dice que sos un bueno para nada, un egoísta, que solo piensas en hacer lo que te sale de las pelotas. No soy mujer para limpiar horrores, lindo, así que cerraré la puerta y te dejaré hasta el lunes en que llegue Asdrúbal y recoja tus despojos putrefactos. No estirés la pata, hermoso, hasta que no vengan las lluvias y se inunden estas tierras y así, empapada, no se adviertan mis lágrimas. No seas desconsiderado, bello. Esperá, querido, a que me muera primero. No quiero caer en la tentadora fascinación de mirar a otro».

 

54. Cuarenta y tantos

Cumplidos ya los cuarenta mi salud empezó quebrarse. Había perdido el apetito, tenía insomnio y la frecuencia cardíaca alterada, a veces me encontraba apático y otras era capaz de todo… Mi mujer, preocupada por mis suspiros, me llevó al hospital, donde me hicieron un reconocimiento exhaustivo: electrocardiograma, presión arterial, medida del contorno de la cintura, grado de calvicie, años de matrimonio, interés por la adquisición de una moto o hacerme tatuajes y escala del deseo que me despertaban nuestras amigas, mis compañeras de trabajo y las desconocidas con las que me cruzaba a diario.

Tras la revisión el médico dictaminó que padecía una crisis muy común a mi edad, pero que era conveniente comenzar a cuidarme ya. Me recetó inyecciones de cine bélico y camaradería semanales, además de una píldora de debates políticos diaria; también me puso a dieta las páginas porno de Internet, me prohibió tatuarme, comprar una moto, al menos de gran cilindrada, y a mi mujer le dijo que, para que la terapia resultase infalible, debía pasar la cuarentena conmigo en un lugar cerrado.

Como para no resultar infalible. A los pocos días nos miramos y supimos exactamente lo que iba a suceder.

Y en ello estamos.

53. Guisos (Alberto Jesús Vargas)

Las ventanas de sus respectivas cocinas están separadas por un pequeño patio de luces por el que llega el sonido de una radio encendida. Hoy, como es habitual en las horas previas al almuerzo, ambas ventanas están abiertas. Él canturrea las canciones que se cuelan en su cocina, mientras trajina con soltura. Corta, maja, sazona, especia, sofríe… La mujer de enfrente simplemente prepara su guiso como una rutina más y en un momento dado, guiada por su olfato, se asoma, cierra los ojos y aspira con deleite el aroma exquisito que se escapa del fogón de su vecino. Cuando vuelve a abrirlos, él está allí enfrente, observándola. Se produce entonces una fusión de miradas capaz de detenerlo todo mientras una canción, Can´t take my eyes off you, comienza a subir por el patio. Pero este encuentro no buscado resulta efímero. Queda roto con el repentino cambio de emisora y cada cual regresa a lo suyo. Él a seguir poniendo esmero en preparar el ragú de ternera que disfrutará en su soledad de divorciado y ella a terminar de cocer las desabridas lentejas veganas que comerá sin gusto pero que servirán para llenarle el plato al triste de su marido.

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