Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

69. CASUALIDADES

Si lo piensas bien la vida es una secuencia de casualidades.

Sin embargo, Martina no lo pensó del encuentro con Ignacio cuando este fue a comprar unas cortinas a la tienda donde trabajaba y acabaron en el almacén. Tampoco lo creyó cuando Pablo perdió el tren y terminaron en su minúsculo baño. Ni de Luis y la expulsión de la farmacia donde llegaron sin mascarilla en la enésima ola de gripe y dos chocolates calientes provocaron el comienzo de una vida.

Pero no sabremos si Martina llegó a pensar que el encuentro con Carmen fue una casualidad o algo destinado a ocurrir. Con la desesperanza arrastras de quien cree que el amor se le escapa, llegó a la balaustrada donde la joven se balanceaba hacia el precipicio. Un rostro anegado de lágrimas hizo que Martina pasara al otro lado, le secara las lágrimas, la cogiera de la mano y mirara cómo las olas rompían contra el enorme acantilado que tenían debajo de ellas.

Así funciona la casualidad: una respiración que se acompasa a la de otro alguien, una conexión entre almas o una simple mirada entre dos extrañas la que decide cuál será el último instante de tu vida.

68. LATENTE (Juan Manuel Pérez Torres)

No fue repentina la muerte de mi padre, su larga enfermedad le fue concediendo tiempo para dejarlo todo bien atado. Lo inesperado vino luego.

Bajo llave la encontré, bien guardada en un sobre, junto a la carpeta negra, dentro del «cajón de las cosas importantes» como él decía.  Dejé a un lado el testamento, el ocaso, los seguros, me desentendí de la escritura de la casa, de la caja de caudales… Y allí me esperaba… Fascinado, solo miré aquella foto… ¡Era mi madre!

Murió al nacer yo, su único hijo. Nunca antes la había visto, pero supe que era ella. Me miraba como si me hubiera conocido toda la vida y, en blanco y negro, con algunos tonos sepia, en su gesto me reconocí. Entonces se me reveló la razón de mi sosiego.

Fue una vivencia enriquecedora. Aquella energía de quietud, calma y bienestar fue un inspirador disfrute y un gozo revelador. No solo era ausencia de agitación, también de ansiedad e inquietud. Y una experiencia profunda conectó sus ojos con los míos.
Una fina lluvia caía sobre el tejado. Sentí que el aire me abrazaba. Mi ser interno destiló el silencio. Jamás volví a sentirme solo.

67. La declaración (Jesús Navarro Lahera)

«¡Cuánto me alegro de que sonrías de nuevo!». Esa era la frase escrita por mi madre en la contraportada del libro Mil palabras con las manos. Me lo había regalado por mi veintiséis cumpleaños. Era una ocasión especial, lo celebraba por primera vez desde el accidente que tanto se había llevado.

Atrás quedaban los cerca de treinta meses de recuperación en el hospital, las lágrimas derramadas por haberme quedado parapléjico, así como los lamentos por saber que jamás oiría el trinar de los pájaros ni la lluvia caer. También eran parte del pasado las noches en vela, las tardes de llanto y las mañanas en busca de las ganas de vivir.

Todo había cambiado con la visita de Alba. Aún recuerdo la primera impresión que tuve al verla. Sentí que el corazón volvía a latir. Lo que más me impactó fue cuando se puso a agitar hacia los lados la mano derecha. La misma que después se llevó al pecho, movió en círculos en el sentido de las agujas del reloj y luego juntó con la izquierda, mientras en sus labios podían leerse las palabras: «Encantada de conocerte».

Muy pronto, por fin, le pediré por signos que se case conmigo.

66. Un deseo compartido (Rosy Val)

Me llevé a mamá casi en volandas y eché el cerrojo de la habitación. Me acosté a su lado, la cubrí de besos y aliento para ahuyentar los temblores de su cuerpo. Ya volvería más tarde para arreglar el desaguisado de Jorge en la cocina.  

Hoy le había tocado a la vieja alacena. A los platos, tazas y vasos, estrellados contra el suelo. Anteayer a la desvencijada mesa, al cajón de los cubiertos. Quizá mañana la tomase con las sillas o de nuevo con nosotras.  

A veces quería calmarle, pero me acorralaba el miedo. Lo dejaba solo, a la espera de que abandonase la casa, corriendo por el pasillo, iracundo y loco, con esa mirada vacante de vida, como muerta.

Tras el portazo y con el sobre de la ayuda de la emergencia social apretujado en sus manos, mamá y yo ya aventurábamos el duro mes que nos aguardaba. Y nos mirábamos en silencio evitando confesar el mismo deseo, que mi hermano acabase como su propia mirada.

65. Caja 7

Ingrid —ese es el nombre que pone en la tarjeta que lleva prendida en la pechera del delantal— le ha rozado la mano cuando le daba el cambio y el ticket. Le hubiese parecido casual si no fuera que seguidamente la ha mirado de aquella manera. Ha sido una fracción de instante, pero los efectos han sido fulminantes. La descarga inicial, las mejillas ardiendo, el vértigo, la confusión. La sorpresa y el miedo. Ha arrastrado maquinalmente el carro hasta su coche y ahora, sin poner el motor en marcha, deja caer la frente sobre los brazos apoyados en el volante. Aprieta los muslos, se estremece otra vez. Sus pensamientos discurren erráticos hasta que de repente se da cuenta de que está temblando, esta vez de frío. Afuera, más allá del parabrisas y de las luces de los báculos, la noche de invierno gana terreno. Su marido y las niñas ya habrán llegado. Se incorpora, sacude la cabeza y gira la llave de contacto. Mueve la palanca y acelera. Todavía no lo sabe, pero ya está deseando la llegada del próximo día de la compra.

64. Cambio de planes (Blanca Oteiza)

La música envuelve las conversaciones que se pierden antes de llegar al oído. Los hielos se deshacen en una bebida que se derrama con cada baile. Y tú no dejas de fijarte en ese amigo de la amiga que acaban de presentarte. Le miras, él te mira; sigues danzando en la pista, como las ideas en tu cabeza. Quieres escapar de la noche ruidosa, de las amigas y del gentío que os rodea.

Te acercas a la barra, él llega después y se coloca a tu lado. Os miráis unos segundos, los suficientes para sonreír y responder al camarero que no queréis otra bebida. Salís del local a la noche que se muestra complaciente.

63. LA ÚLTIMA MIRADA

No importaba que la música estuviera a un volumen exagerado. No necesitábamos hablarnos. Tan solo una mirada nos bastaba para saber lo que estábamos pensando. Tal era nuestro grado de complicidad antes de aquella noche en que yo, solo con la mirada y una leve caída de párpados, le repetía una y otra vez «la última y nos vamos». Ahora nuestras miradas ya no pueden ser cómplices porque no se cruzan. Cuando le miro a los ojos es como asomarme a un precipicio. Su última mirada fue a las luces del camión que a la salida de aquella curva apagaron su vista para siempre.

Ya no nos hablamos con la mirada. Le cojo del brazo, mis manos son su ojos, y salimos a pasear los tres, yo a un lado, él en medio y al otro, sujeto por la correa, Lucky, su lazarillo que con su andar tranquilo, cadente y pachón, marca el ritmo de la culpa que arrastro.

62. Iguales (Luisa Hurtado)

Eran hermanos y no necesitaban hablarse. Todo el día a la gresca, peleados por ser el primero en lograr algo, llegar más lejos, correr más rápido, hacer la broma más pesada o eludir los mandatos de sus padres. Siempre pendiente el uno del otro, ni muy lejos ni muy cerca, justo al lado, al alcance del puño o de la mano.
Juntos pastoreaban, cada hermano debía vigilar la mitad del rebaño pero siempre uno lanzaba una piedra, otro lo imitaba, la competición se iniciaba y poco a poco sus cuerpos se acercaban, sus miradas se desafiaban, inseparables y sin hablarse.
Llegó el día en que quizás un brazo se elevó demasiado, alguien interpretó mal un gesto o la rivalidad solo escaló más alto y una mano, portando una piedra pesada, cayó con fuerza sobre una sien haciendo que uno de los hermanos se desplomase.
Fue después, cuando llegó el momento de contarlo, cuando se repartieron nombres y papeles. Caín, mirándose atónito las manos, el asesino; y Abel, el caído, el bueno, el sacrificado.

61. Selección natural

Siempre fui un bicho raro. Quizá por eso me atreví a utilizarlo como conejillo de Indias. Solo quería poner a prueba su arrogancia de pavo real, que reconocí de inmediato al empezar a trabajar en su empresa. Él no necesitaba nada escrito porque le sobraban tablas como orador, pero yo, como ratón de biblioteca que era, sabría adornar de erudición su parlamento en la reunión anual de asociados. Eso fue lo que me dijo mientras retozábamos como dos tortolitos en nuestro nido de amor. Y añadió que me encargara de redactarle el discurso. Entonces activé mi plan.

Antes de desdoblar las hojas en la tribuna, nuestras miradas se cruzaron y durante un segundo todavía fueron cómplices. Al descubrir que lo que en ellas había era ilegible, comprendí que no sería capaz de coger el toro por los cuernos. Y perdió los papeles por segunda vez. Ante un auditorio lleno de peces gordos me acusó de hacerme la mosquita muerta siendo en realidad una auténtica víbora. Siguió aullando desde su guarida, mientras yo me arrastraba zigzagueando hacia la salida de aquel recinto lleno de tiburones.

60. Trabajo en equipo (Nuria Rodríguez)

Llevan haciéndolo tantos años juntos que han perdido la cuenta, pero sin embargo, apenas cruzan un par de palabras durante su quehacer.

De una manera casi mecánica, llevan a cabo su cometido con la única compañía de la radio local.

El de los ojos amables, los prepara, lavando con tanto mimo sus cuerpos, que parece casi un ritual. El otro, de mirada fría e impenetrable, corta, disecciona y extrae con manos expertas, cada uno de sus órganos, para después depositarlos en antisépticas neveras.

El único momento en el que se atreven a mirarse a los ojos, es cuando la noticia de una nueva desaparición interrumpe la canción Country que llena la silenciosa estancia. Esta vez se trata de  una niña de diez años.

Es solo un segundo fugaz, repleto de vergüenza y culpa. Un único segundo en el que sus ojos, escupen la terrible verdad, la misma que sus mentes luchan por ocultar en lo más oscuro de su ser.

La música se reanuda y siguen trabajando sin mediar palabra, pero ahora sus miradas lo llenan todo de voces que gritan que mañana, el cuerpo de la pequeña, ocupará su fría mesa de operaciones.

59. ¿Y CÓMO ES ÉL? (Belén Sáenz)

A Etta James parece costarle un mundo expresar qué es aquello que la tiene atrapada. Y se demora entre agudos y graves de su poderosísima voz hasta caer en la cuenta de que es amor. Suena la versión en directo de Something’s got a hold on me como una advertencia para mí en nuestro viejo pick-up. Y entonces sé que no se trata de una simple aventura. Justo estoy cruzando el umbral y no puedo evitar chamuscar el felpudo al dejar la ira fuera de casa. Tú y yo habíamos acordado hace tiempo que las palabras no cambian designios: solo acumulan sufrimiento, y nos habíamos construido un lenguaje a medida entretejiendo indicios y adivinanzas. Pongo una cápsula de descafeinado para ti, para que puedas descansar esta noche, y una de ristretto para mí, que no tengo intención de hacerlo. Bebemos de pie, despidiéndonos con los ojos. Antes de salir, deslizo mi alianza en el mueble de la entrada, evitando que tintinee. Pero vuelvo sobre mis pasos con la intención de pedirte un último favor. Y antes de que pueda verbalizarlo, me dices que no me preocupe, que no le vas a permitir fumar dentro de casa.

58. El tren de las oportunidades perdidas

La estación hierve de actividad. Es hora punta y decenas de viajeros corren por el andén. Las consignas bullen como un enjambre. Ajenos al alboroto que los rodea, enfrascados en sus propios pensamientos, dos jóvenes ─diabluras del destino─ cruzan de repente la mirada. Él, mochila a la espalda y libro en las manos. Ella, parada entre la gente con aire despistado. El tiempo se detiene. En los ojos de él, presiente ella la luz de una aventura. En los de ella, él adivina oasis de calma. Sonríen al unísono y una promesa tiembla en el aire. Pero el hechizo se rompe apenas nacido. La llegada del tren los trae de vuelta al presente, a los horarios, los compromisos y las citas. Él sube a su vagón con un suspiro. Ella duda un segundo, comprueba la hora en su reloj, no se mueve. Esos ojos… ¡ay, esos ojos! Sacude al fin la cabeza con gesto de extrañeza, agarra sin ganas su maleta y, tras un último vistazo por encima del hombro, se dirige a la salida. En su mente, el eco silencioso de una despedida, de un encuentro inexistente, de lo que pudo haber sido… De lo que nunca será.

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