Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

BLANCO Y NEGRO

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en BLANCO Y NEGRO

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán relatos que desarrollen el concepto BLANCO Y NEGRO. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE DICIEMBRE

Relatos

56. La hermosa diabla

Las llamas de la ira desgarraban su cuerpo. Con pasos vacilantes se acercaba a la ventana, desde donde se podía ver aquella ciudad cruel. El sol brillaba alto en el suelo, bañaba las calles traicioneras con su calor, mientras el viento frío azotaba la casa en la colina donde se había refugiado. Los amigos, sus amigos, caminaban deprisa, como meras cucarachas sobre el asfalto ardiente, buscando algo en que invertir su tiempo.

Una nueva víctima, le gustaría pensar. Porque, aquello significaría que habían terminado con ella. La habían desechado como una cosa inútil y usada, después de exprimirla hasta la última gota.

La puerta de la habitación se abrió, dejando entrar a aquella hermosa que la había cegado. La joven sonreía, su sonrisa mostraba todos sus dientes perlados; mientras extendía una mano en su dirección. Levantó la mirada, solo un poco, hasta llegar a sus ojos, negros como la noche más oscuras; tan negros como el alma que habitaba aquel cuerpo hermoso.

¿Cómo no la había visto antes? La podredumbre que exudaba de todos sus poros. Solo un poco, antes de entregarle la vida sin pensar, sin vacilar. Se rindió, fue hacia ella, volviendo a someterse.

55. Postura misionera

Después de santiguarse, hace ademán de acomodar sus rizos tras la oreja. Se frena, agarra la maleta y camina en dirección contraria al altar. Ahora que don Damián ha muerto ya nada la retiene. Cuidó de ella desde que la encontró en el confesionario dormida en un capacho. “Todos cargamos con la culpa, hija mía —le decía siempre—, pero es mejor no mostrarla”. Y, porque lo amaba, se dejaba el pelo suelto.

De la iglesia al autobús hay poca distancia, pero el equipaje pesa demasiado. Será por el misal que se lleva. En el salmo 40, una frase subrayada: Dichoso el que reconforta al desvalido; en el día aciago lo pondrá a salvo el Señor. A eso quiere dedicarse: a aliviar a los necesitados. Además, disfruta entregándose al prójimo. Ha oído hablar de un lugar propicio. Y hacia allí se dirige.

Insolente, una mujer la observa desde la puerta a la que acaba de llamar. Palpa sus pechos: “Firmes y generosos”. “¿Cuál es tu nombre?”, pregunta. “Me llamo Virtudes” La madama se ríe: “Habrá que cambiártelo. ¿Qué tal Salomé?”. Y Salomé, redimida, deja a la vista el piquito que ha heredado en el borde de su oreja.

54. Epílogo

Mientras Stephan Psmithie hilvanaba las pistas falsas que el inspector Renoir iría desmontando, se le derramó una taza de chocolate entre las páginas 251 y 262. El ayudante del inspector, el doctor Bernard, diabético desde su aparición en el segundo capítulo, quedó empapado por el líquido que, además, estaba endulzado con unos terrones de azúcar. Falleció al poco tiempo por un exceso de glucosa en sangre. Psmithie quiso limpiar las huellas de su desliz. Primero con un trapo, lo que resultó inútil, y después dando una vuelta de tuerca a la trama. A expensas de ser poco original, intentó culpar al mayordomo del delito. No obstante Renoir había sido informado del incidente por mí. Sé que un narrador objetivo no debe entablar conversaciones con los personajes, pero habría sido imperdonable que mis silencios ocultasen al culpable. Con la ayuda de unos agentes, nuestro escritor fue arrestado y metido dentro de su novela, juzgado entre las páginas 350 y 389, condenado a la horca en la 393 y ejecutado en la 401. Cuando comenzamos a descubrir las consecuencias de nuestros actos, ya fue tarde. Todas las hojas quedaron en blanco y desaparecimos para siempre. Igual que este epílogo que nunca existió.

53. Catarsis

Entré en una profunda crisis cuando perdí a mi familia. Me pareció encontrarme al final de un camino cuyo origen no recordaba. Nunca hasta entonces me había preguntado sobre tantas cosas. Sobre la muerte, como horrible quimera, o castigo supremo. La muerte como viejo trilero, escamoteando en un instante la presencia de lo que antes la tenía. Sobre el dolor por la pérdida de lo irreparable: el dolor sin consuelo posible, como herida perenne. Sobre el odio y el amor; tan lejanos y próximos, dispares como polos opuestos, en constante atracción. Sobre lo engañosa que podía ser la existencia.

Pero más que nada me obsesionaba la idea de la familia y sus lazos invisibles, sus prebendas y servidumbres. Y me acuciaba, hasta torturarme, la imagen de los míos aquella noche, con sus cuerpos dormidos bajo las sábanas, tan vulnerables ante la mano ejecutora.

También estaba aquel sonido de fondo, sucediéndose en cadena, incansablemente: el ruido del cristal de la ventana; el clic de la luz de nuestra mesita; el murmullo confuso de los niños arriba, en intempestivo despertar; el crujir de unos pasos por la escalera…; el tono gélido de mi voz diciendo «No temáis nada, que soy yo».

52. Discrepancias

Otra vez con la misma cantinela. Que es nuestro salvador. Que si él todo lo ve y vela por nosotros… Que con él se vivía mejor, que nadie les obligó a que se marcharan fuera. Que si con él había más seguridad en las calles y no existía el paro.… Que nacieron para eso. Que son nuestra cultura. Que como tienen la piel muy dura, pues no sufren. Que si no, se extinguirían… 

¡Me pone de los nervios!¡Hasta el mismísimo gorro de escuchar tantas tonterías y disparates!

¡No soporto que me hable de Dios, tampoco del tal Franco ese, mucho menos que defienda las corridas de toros! 

Pero al rato se me pasa y aunque diga cosas que no comparto, ella es la persona que más admiro. Yo la he visto recoger perritos de la calle. Llevarse a casa una paloma herida y curarla hasta que salía volando. Hacerle bocadillos al mendigo que pedía en nuestra calle y regalarle caramelos a los chicos del barrio. Crió a siete hijos y cuidó de mí cuando mamá se fue. Siempre estuvo ahí,  incondicionalmente: mi abuela.

51. La función Paloma Hidalgo

Mi cuñado llegó el último. Tras saludarme, ocupó el hueco que le hicieron los congregados alrededor de la cama del moribundo, en la cabecera, y acarició la mejilla de su hermano con aflicción. La doctora de paliativos entró en la habitación, y tras ella, un enfermero y el aparato para la sedación con morfina. Me levanté del sillón. Tras comunicarme que la situación de mi marido era irreversible, me explicó el funcionamiento, que escuché consternado. Cuando nos quedamos solos empezó la función. Mi sobrina, un cardo redomado, corrió a besarme. Su madre, siempre ignorándome en las comidas familiares, me puso la mano en el hombro. Siguieron los abrazos huecos de mis cuñados, idénticos a los que me dieron el día que nos casamos, y el cínico pésame de sus mujeres. Solo el más joven de mis sobrinos mantuvo su actitud hostil hacia mí. Me alegré de haber convencido a mi Juan de que su autenticidad merecía aquellas migajas del testamento en el que me lega el resto de su colosal fortuna, y seguí mostrándome roto, devastado, inconsolable, como todas las otras veces que me he quedado viudo, sintiendo por dentro la efervescencia de saberme rico otra vez.

50. Pequeños bichos – Calamanda Nevado-

Cuando comenzaba el verano, hacia mi recorrido por las salas de cualquier museo. Llegue a observar la tabla de La Mosca de Giotto, pintada sobre el marco del cuadro. Las moscas representan un papel importante en el arte. Mi obsesión por verlas en los lienzos, no llegaba al realismo que llevó a los clásicos, incluso a espantar la que pintaban. Cuando empezaba el calor, buscaba las obras dónde aparecen inquietas, tenaces, pegajosas e impertinentes las moscas. A veces surgen otros viles dípteros, que a esa orden de insectos voladores pertenecen moscones, moscardones y mosquitos.  Como a Machado me evocaban todas las cosas de mi infancia, adolescencia y juventud. A mi madre atrapando con el matamoscas  las que se ponían a tiro. Las que se posaban en mis primeras cartas de amor, y en mis parpados, húmedos por la emoción que me brotaba del alma. Para no ser tan pesado como ellas, y como tengo un dolor extremo, y oigo el zumbido de un insecto moviéndose en mi cabeza, vale la pena cerrar los ojos, definitivamente, y dar un profundo suspiro, antes que decida meterse, ya, en mi nariz, en mi boca, o en mis orejas; sería una  experiencia infernal.

49. Retratos de familia.

Siempre que iba a su casa me quedaba embobada mirando los retratos. Me fascinaba su elegancia natural pero también me intimidaba un poco. En esas compañías yo siempre empequeñezco; no puedo evitarlo. Y cometo más torpezas de lo habitual. Aun así, por alguna extraña razón, a ella le gustaba pasar tiempo conmigo. No me sorprendió tanto encontrarla por la calle caminando algo apurada, como el lugar en el que la vi. Me sentí culpable. Pero ella misma me había hecho entender que, debido a su conocida y larga amistad con los joyeros Nilson, la reparación no supondría ningún problema. Y que por las instantáneas no me preocupase, que tenía cientos. Cuando me acerqué y la sorprendí regateando por las fotos antiguas en aquel puesto del rastro, todo mi mundo se tambaleó. Entendí de pronto que aquel abarrotado piso lleno de recuerdos no era más que una fachada decadente y artificiosa.

48. Rima en disonante (Rafael Loscertales)

Todas las mañanas, el poeta pasea su lirismo por las soleadas callejuelas. Derrama sus estrofas junto a los encalados muros. Entre los soportales, pareados; en aquella plaza, redondillas; una cuarteta en el cruce. Se detiene al descubrir un geranio despampanante que asoma en un alfeizar. Desde abajo lo reprende por su hermosura y deshoja unos aromáticos y aterciopelados epítetos. Si se cruza con la modistilla, declama un amor endecasílabo por sus entretelas y le propone hilvanar juntos unos versos libres. Siempre saluda con trazas de esponjosa delicadeza. A su paso, todos cierran la mirada y respiran hondo. Dicen que el aire que le acaricia huele a verso y ambrosía.
Cuando vuelve a su humilde casa, cuelga en las oxidadas perchas de la entrada todos los adjetivos. Lanza sus zapatos hacia el pasillo y se desviste. Por el suelo va soltando su piel de poeta. Toma una cerveza de la nevera y se deja caer en el sofá en gayumbos. Bebe. Limpia su boca con el dorso de la mano, se rasca los huevos y eructa en prosa.

47. Punto final (Alberto Jesús Vargas)

La torre de la iglesia dejaba caer como lágrimas los golpes de bronce de las campanas. Ningún toque sonaba sin que se hubiese extinguido el eco del anterior. Se anunciaba así que el cura del pueblo descansaba ya en la paz del Señor. Don Servando, tan querido por todos, abandonaba este mundo y muchas cosas se iban con él. Los feligreses perdían a un bondadoso guía espiritual. Los menesterosos al benefactor que les prestaba auxilio y consuelo. Los escolares se quedaban sin el paciente director de su coro de voces blancas y la hija del molinero no recibiría más cartas obscenas, esas que ni ella ni la Guardia Civil habían conseguido averiguar quién era el cerdo que las enviaba.

46. Gemelas (Josep Maria Arnau)

Después de comer, el cerebro de Erika estalla y se encuentra hablando sola. He de guisar peor o lo arruinaré todo. ¡Está claro!

Erika piensa que la situación ha acabado así porque físicamente eran indistinguibles, tenían los mismos gustos a la hora de vestir, compartían soltería… y muchas otras cosas, aunque no todas. Karen, por su carácter, siempre había sido la niña de los ojos de mamá. Karen era ordenada, Karen era simpática, Karen… Siempre la misma canción. ¡Siempre! En cambio, para las comidas familiares todas las miradas se dirigían a ella. Mira por dónde, Erika hacía el mejor pato a la naranja y unos pasteles fantásticos… ¡Lameculos!

El accidente supuso un giro inesperado, radical. Volvían a casa después de una fiesta de aniversario. Aquella noche, la discusión acabó derrapando en una curva. Conducía Erika y la culpa nunca la abandonó. ¡Siempre los hombres! Por una vez, la había mirado uno bien parecido… y Karen se había entrometido. ¿Alguien tenía que decírselo, no?: “¡Imbécil!”.

Al hospital solo había llegado viva Erika. Cuando despertó del coma, lo primero que vio fue la imagen de su madre riendo y lloriqueando al mismo tiempo.

—¡Karen, has vuelto!, ¡Karen!

45. Divina de la muerte (Juan Manuel Pérez Torres)

El deseo de gozar de aquel cuerpo le daba fuerzas para superar todos los peros. Aquella relación, después de casi un año, continuaba pura y casta, pero estaba profundamente enamorado. Desde que llegó a la parroquia sus hormonas se fueron alterando de domingo en domingo al notar su presencia y pudo comprobar que la atracción era mutua, pues notaba con claridad la tensión sexual que se generaba en sus cada vez más frecuentes visitas al confesionario. Lo cierto es que, tras hablarlo y meditar los pros y los contras, decidió ir al obispado y solicitar la dispensa papal para dejar el sacerdocio y contraer matrimonio.
Tantos comentarios en aquel pequeño pueblo de la sierra les obligó a cambiar de residencia y, por fin, pudieron vivir, sin ambages, aquella locura de amor en un pequeño apartamento que pudieron alquilar en Chueca.

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