Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

BLANCO Y NEGRO

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en BLANCO Y NEGRO

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán relatos que desarrollen el concepto BLANCO Y NEGRO. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE DICIEMBRE

Relatos

106. Estudiantina (Pablo Cavero)

El tintineo de la pandereta agitada por su nieto al compás del villancico, le traslada a la época en la que ataviado con la capa, las calzas y los greguescos, y suspendido en el aire realizaba piruetas golpeando la pandereta adornada de cintas de colores en el codo, la rodilla y el talón.

Siente morriña de ese tiempo de fiestas, bodas y mesones. Los tunos animaban a los comensales con sus canciones al son de bandurrias, laudes y guitarras. Siempre eran invitados a comer y beber. A menudo robaban corazones de chicas, incluso los peligrosos de mujeres casadas.

Añora los doce años de tuno, alargados adrede con suspensos reiterados en la facultad. Hasta que aquel fatídico accidente los cortaron de raíz. De golpe era huérfano por partida doble. Quedaba al frente del negocio familiar con varios empleados en aquel lugar tan lejos de la universidad. De sopetón su espíritu de tunante quedó encerrado en el pasado.

Su sonrisa se apaga melancólica cuando el nieto cesa el cascabeleo. Su alma, esclava de nostalgia, ha salido de ronda en busca de los clavelitos en las bocas de las mozas estudiantes o mesoneras.

105. Ejercicios para olvidar

Estaba empecinada en quererte. En que volvieras a vivir en nuestra casa colorada, asomada al Océano Pacífico. Quería que regresaras para amarnos, y a eso de las seis de la tarde, sentarnos en un tronco atravesado en la playa y mecernos con el trae y lleva de la marea, mientras los cangrejos azules nos miraban con ojos melancólicos.
Ayer le llegó a tu papá una foto postal en la que estás muy serio en una cafetería del bajo Manhattan. Ese lugar que adorábamos. ¿Te acuerdas del cuartucho donde pasamos nuestra luna de miel? Todo nos parecía fabuloso, hasta aguantar el hambre y el frío. No nos importaba el olor a alcantarilla de las calles ni las cucarachas voladoras que entraban por la ventanita ni las ratas enormes que se paseaban por las aceras.
Por cierto, me he comprado una chaqueta con la misma pinta, Príncipe de Gales, que el abrigo que lleva la guapa mujer que está a tu lado, y debo decirte, que a ti te queda muy bien ese traje cortado a la medida. Pero deja esa cara, ríete hombre, que ya estoy empezando a olvidarte.

104. ¿TE ACUERDAS DONDE SOLIAMOS GRITAR?

Ella no recuerda su nombre, es cierto, pero no ha olvidado la forma en que la miró. Tenía entonces catorce años. No se conocían de antes. Se encontraron cerca del acantilado, en una zona desde la que no se divisaba a nadie, ni siquiera una casa. Ella estaba muy cerca del borde, quieta, inundada de una tristeza tan inmensa como el océano. Él se acercó despacio temiendo asustarla. Se colocó a su lado.

—¿Qué te ocurre?

Ella lo miró. Sintió que su angustia se disolvía. En aquellos ojos se abría una puerta por donde ella quería entrar y refugiarse y quedarse y no salir.

—Creo que vine aquí para gritar.

Ambos seguían mirándose a los ojos. Se cogieron de la mano. El viento les revolvía el pelo. El oleaje era ensordecedor.

—Yo también. Tendremos que hacerlo con fuerza para que la voz no se ahogue con las primeras olas.

Dos veces más volvieron a encontrarse en el mismo lugar y gritaron de nuevo al unísono.

Ella regresó cientos de veces, pero no lo ha vuelto a ver. Han pasado muchos años y lo sigue echando en falta. Aquellos ojos. El tacto de aquella mano. Su verdadero hogar.

103. Conservas

Peregrina reconocía las tristezas de la vida, las del día a día, y las recogía para hacer un caldo reconstituyente, como si fueran trufas de temporada. Todo valía: unos ojos enrojecidos, una apatía perenne, una muñeca despeluchada y rota, el dolor de una barriga hambrienta, unos sabañones, agujeros en la suela de los zapatos, una grieta en el tejado por donde se colaba la lluvia, la nieve y el viento… Cosas sin importancia porque eran cotidianas, pero que hacían un buen caldo. Un caldo que se comía frío, como buena miseria, y no es que le reconstituyera mucho, pero sí era lo único que la alimentaba, y al fin y al cabo de lo que se trataba era de alimentarse, aunque fuera de triste hambre. Ella  tenía claro que su vida siempre había sido cuestión de temporadas, como las trufas, solo que en esa ocasión, las características del entorno iban a facilitar caldo durante un periodo largo de tiempo, tanto, que cuando la encontraron encogida en su cama, convertida en envoltura y raspa, estaba toda ella rodeada de penurias en conserva, con las últimas sobras de lágrimas asentadas aún en el fondo de una vieja olla metálica.

102. Más sabe Melancolía por vieja que por triste (Concha García Ros)

Tristeza se sentía hoy de buen humor. Se le notaba en los ojos, que permanecían secos, y en las comisuras de los labios que mostraban una ligera inclinación hacia arriba. Estaba cansada de tanto llanto y, en cierto modo, también del consuelo de los demás. Quería ser una mujer fuerte, más ahora que había decidido abrir las puertas de su librería.

Doña Melancolía estaba aburrida, más de lo habitual. Normalmente la idea de hacer cualquier cosa para acabar con el tedio se le antojaba labor titánica y prefería permanecer en aquel estado de infeliz letargo. Pero esta mañana, después de ver la noticia en el periódico local, sintió un extraño impulso y tomó la decisión de visitarla.

Por fuera ya presentaba un aspecto acogedor, con su toldo azul y las macetas con crisantemos, que lucían colgadas en la pared, a ambos lados de la puerta. Le gustó.  Y al mirar el escaparate le dio un vuelco el corazón cuando vio, como ejemplares destacados, las “Leyendas” de Bécquer y “Gente Sombría” de su admirado Chéjov.  Empuñó el pomo de la puerta, cruzó su mirada con la de la joven dependienta y supo que había encontrado su sitio.

101. El brindis (Antonio Bolant)

Llevaba rato esperándola en la mesa del viejo bar que aún conservaba gran parte de su antiguo aspecto. No dejaba de preguntarse si sería posible levantar palacios con los escombros del pasado, cuando la vio entrar. En ese instante detenido, supo que cualquier tiempo presente sería mejor.

Mientras se acercaba, ella notó que el revoloteo de su estómago rompía el nudo de la garganta. Él dejó de temblar cuando escuchó un ‘cuánto me alegro de verte’ sobre la mejilla. Ambos habían cambiado, no demasiado por fuera, muy poco por dentro.

La conversación rompió con facilidad el dique de los recuerdos, la añoranza se disipó y ambas vidas volvieron a confluir frente a unos entrantes que la fuerte corriente del primer plato depositó sobre un dulce postre. Fue entonces cuando decidieron impedirle al tiempo apropiarse también de la distancia.

Levantaron sus copas, y tras la melodía de cristales, burbujas de deseos compartidos descendieron por las envejecidas gargantas hasta albergarse en el corazón de la sobremesa.

100. Cenizas (Blanca Oteiza)

Siempre me gustó cómo sonaba en sus labios, la forma en que pronunciaba “nostalgie”. Cuántas veces la gritó al viento cuando echaba de menos su tierra. Camino por la orilla del mar embravecido añorando los paseos con ella de la mano, cómo hubiera disfrutado con este cielo gris sobre nosotros. Al llegar al espigón una ola de recuerdos me salpica mientras tiemblo. Abro la caja y la dejo marchar rodeada de espuma y salitre. Con suerte podrá llegar hasta su querida Bretaña y descansar para siempre frente a su costa.

99. Sed (Pilar Alejos)

Mientras ojea la revista del corazón, piensa que las familias que allí posan no se parecen nada a la suya. Demasiado perfectas y felices. Esa vida de lujo y sonrisas congeladas en papel cuché dista mucho de su realidad.

Alza la mirada llena de nostalgia hacia las fotografías que palidecen sobre el mueble del salón: los niños, en su primera comunión; con sus padres, unas navidades; todos juntos, aquel lejano verano frente al mar. Tiempos felices que aún le palpitan en la herida, pero actúan como un bálsamo para su dolor. Son su único consuelo desde que, en aquella curva mojada de lluvia, un loco se los arrebató.

Aparta de un manotazo esa añoranza que habita sus ojos y, con el impulso de un suspiro, se levanta del sofá. Mete su tristeza en la olla exprés junto con el arreglo de cocido y enciende el fuego.

Hoy el día ha amanecido insoportable. Por eso se sirve una copa de ese vino que guarda para las ocasiones especiales. Sabe que no calmará su sed de venganza, pero, al menos, enmudecerá ese silencio atronador.

98 AL OTRO LADO DE LA SOGA (La Marca Amarilla)

No es como yo imaginaba, es muchísimo peor.

Ver a mi mujer y a mis hijos rotos, rabiosos, llorando al lado de mi cadáver trajeado, cerúleo, aparentemente muerto, ver a mi madre casi sin aliento del sufrimiento, herida, dolorida por perder a un hijo…

Ha sido lo más duro que he vivido desde que estoy muerto.

Nadie me advirtió de que yo sería consciente del daño que causaría tras mi egoísta huida del mundo que conocemos. Tan solo quería eludir mi triste tormento, mi eterna queja, dormir mi alma y olvidarme de todo.

Para siempre.

Ahora, encerrado en esta mohosa oscuridad, en la soledad del sepulcro, con una simple lápida separando ambas dimensiones, debo padecer también el dolor ajeno.

Y no sé por cuánto tiempo.

97. REENCUENTR0 IMPOSIBLE

Necesitaba volver.
Hacía más de dos años que no iba a su tierra y la nostalgia y la tristeza le empezaban a embargar.
Echaba de menos el olor al salitre del mar, el oleaje golpeando con fuerza los acantilados, la suavidad de la blanca arena tocando sus pies, los rayos de sol acariciando su cara y su cuerpo sumergiéndose en el Atlántico.
Sentía morriña de su tierra gallega, de sus hermosos paisajes y sus montañas suaves.
Y especialmente añoraba a su familia y amigos pues necesitaba la cercanía de sus paisanos para sentirse viva de nuevo.
Pero las circunstancias eran tercas, no paraban de ir en su contra.
El trabajo exigente y, sobre todo, la pandemia, que ponía infinitas trabas a los reencuentros con confinamientos y cierres de fronteras, que no parecían tener fin.
El verano anterior había renunciado a sus vacaciones para proteger a su madre, ya anciana. Y ahora veía como la Semana Santa se alejaba y el verano tampoco se mostraba prometedor a ese encuentro.
Mientras, ella, continuaba con un amago de vida infinito: teletrabajo, tareas domésticas y un ocio, siempre de puertas adentro.
Por eso solo podía sentir tristeza cuando veía su esperanza rota.

96. NEGRO COMO EL CARBÓN (Toribios)

Se habla siempre de los años felices de la infancia, pero se olvidan los días negros. Esos en que se une la rabia con la culpa. Era verano y Negri correteaba por la calle ajeno a la desgracia. Goyo y yo lo habíamos adoptado cuando apareció por el barrio salido de dios sabía dónde. Esa mañana hacía casi un año que teníamos perro a medias. Le dábamos de comer huesos y sobras, y tenía su refugio en el sótano. Tuvo que ser, Benilde, la carbonera. Y es que los días negros lo son a conciencia. Hasta el cielo se oscureció de pronto con nubarrones de tormenta. Y llegó la orden horrísona: “Traedme ese perro, que me lo han pedido”. Así emergió, áspera y tajante, la voz de Beni, y así obedecimos como almas benditas Goyo y yo a la demanda. Aún hoy me pregunto por qué. Quizás fue ese respeto reverencial que se tenía aún a los mayores. O el apoyo implícito de nuestros padres a su causa. El caso es que me pasé la tarde viendo llover tras la ventana. Y los goterones en los cristales tenían la misma cadencia que mis lágrimas.

95. DOMINGOS (Nieves Torres)

Hoy que el tiempo lo permite podemos salir al jardín. Nos sentamos en un banco, bajo los árboles y el olor de las flores te hace sonreír, quizás te recuerda a las tardes en el pueblo, sentada al fresco a la puerta de tu casa.

Como cada domingo, te vengo a visitar y paseamos, vas cogida de mi brazo por el camino de hierba, arrastrando los pies. Me cuentas mil historias de tu juventud y a mí me encanta escucharte como si las oyera por primera vez.

A ratos me miras en silencio, intentando recordarme. A veces, por un instante, recuerdas y entonces lloras y me pides que te lleve a casa. Yo me trago las lágrimas y te prometo que vendré a buscarte, que a partir de ahora estarás siempre conmigo.

Cuando llega la hora de marchar, me despido de ti hasta el domingo con un abrazo, pero me apartas con recelo y me preguntas que quién soy, que si trabajo aquí.

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