Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

LO INCORRECTO

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en LO INCORRECTO

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 Comenzamos nuestro 15º AÑO de concurso. Este año hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores, y el cuarto será LO INCORRECTO. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 de JUNIO

Relatos

73. Fin de trayecto (Aurora Rapún Mombiela)

Estoy envuelto en un manto de ingravidez, mi mente me envía diapositivas rápidas de un viaje en coche. Las curvas de los acantilados son cerradas; las vistas, impresionantes. El sonido del motor queda amortiguado por la poderosa voz de Aretha Franklin. El sol impregna de brillos extraterrestres las crestas de las olas. Aparto la vista de la carretera un solo segundo para subir el volumen. Al momento siguiente, dejo de sentir el asfalto bajo las ruedas, tengo el mar justo a mis pies. Un edredón aterciopelado de pétalos rojos me recibe y me acuna. La música ha dejado de sonar. Mi tiempo ha concluido.

72. En blanco y negro (Blanca Oteiza)

Ya nadie recuerda a la niña, aquella que vendía globos en la esquina. Llevaba siempre un abrigo rojo, como la niña de la Lista de Schindler. Es como si se hubieran escapado a los cielos y la pequeña tras ellos. Nunca compré uno, pero la veía cada tarde cuando regresaba a casa. La gente pasaba a su lado sin percatarse de ella, en raras ocasiones la vi vendiendo uno. Yo imaginaba rostros pintados de colores queriendo subir al cielo, unos reían, otros lloraban o gritaban mientras el hilo, casi invisible, los sujetaba a la tierra. Alguna vez pensé en comprar el manojo para después soltarlos y contemplarlos hasta que se hicieran tan pequeños que fueran imperceptibles.
Un día desapareció. No se la volvió a ver en su esquina. Durante varias semanas seguí mirando por si la encontraba, pero la calle la había devorado.
Pasaron los años. Una tarde, pasé por la esquina que hacía tiempo no transitaba y la vi. Llevaba un abrigo rojo a juego con sus zapatos y sus labios. Sonreía a los hombres que pasaban a su lado, pero su mirada se perdía más allá del infinito, quizás buscando los globos que había perdido de niña.

71. Quien a fuego ama…

De una extraña aleación de hierro y plomo es tu corazón. No ennegrecido, sino como agua pura y limpia hecha hielo de dureza extrema, cual cristal de roca. Pero te aviso, yo soy fragua, fuego vivo y rojo ardor que finalmente te desleirá.

70. Código de honor

El capitán dejó el fusil en el suelo y levantó las manos. Tenía las pupilas rojas de impotencia y de miedo. Miró a su alrededor el campo regado de cadáveres. No reconoció en ellos a sus hombres; más bien parecían muñecos dejados allí adrede por un siniestro operador de atrezo.
El sargento enemigo, a instancias de su comandante, ordenó el alto el fuego. El ruido de los disparos se amortiguó poco a poco, hasta componer un silencio cósmico.
El último silbido acarició el oído izquierdo del capitán. Si lo escuchas no eres el blanco. Recordó está frase tantas veces repetida en la charla a los novatos, en las tertulias de taberna, en las palabras de aliento que se dicen a quienes esperan lejos del frente. Sin embargo, un retortijón súbito le llevó de improviso a sujetar su vientre. Un raudal de sangre tiñó sus manos, un torbellino de recuerdos le derrumbó. Primero de rodillas. Después su cara se clavó en el barro ensangrentado. Allí quedó su cuerpo descompuesto junto al resto de la compañía, como un coro de espantajos que pregonara los horrores de la guerra.
El comandante, orgulloso de haber devuelto la dignidad al capitán enemigo, enfundó su arma.

69. Intrahistoria (Mar Horno)

Hace muchos años, la muerte encargó un vestido nuevo, cansada de sus  enlutados harapos. Bellamente ataviada de carmesí, se peinó los largos cabellos y se puso su perfume de crisantemos. Sin cubrirse el rostro, fue a reunir a los miembros de su lista. Entró en una fiesta donde tenía que recoger al primero y cuando los invitados la vieron quedaron prendados de ella y la acompañaron. En vez de llevarse a uno tuvo que llevarse a todos, aunque para ellos no había llegado la hora. Fue después a recoger al segundo, pintor en la corte del rey, pero tuvo que llevarse también a sus discípulos. Fue a por el tercero, curtidor en el arrabal y sin remedio acarreó con todos  los del gremio. Fue a por el cuarto, a por el quinto, pero millones la siguieron. Así fue como se originó la epidemia de peste negra en Europa. Y ahora, en este mismo momento, la muerte se está mirando con evidente desagrado al espejo, su precioso vestido rojo convertido otra vez en andrajos viejos. Os advierto.

68 EFECTO FRANKENSTEIN

En casa las cosas están al rojo vivo, porque mamá se la pasa furiosa: dice que mi hermana habla por los codos y a la frente de su novio le faltan dos dedos. Le grita a mi padre que le eche un ojo a la sopa pero, parece, él no oye bien porque le contesta, tirado en el sofá, que no puede darle una mano, que la artritis lo tiene hecho mierda. Oír todo eso me inquieta y pregunto a madre si es que la familia se está desintegrando. Ella, muy seria, me manda a jugar; pero sin molestar a la abuela, que la pobre ha perdido la cabeza, me advierte. Entonces me asusto y lloro. No quiero que a la viejita le pase como a la mujer que salió en el noticiario, esa de la que solo encontraron una parte de su cuerpo, a orilla del rio.

67 ROJO AMANECER (Pilar Alejos)

Avanzo en formación. He pasado largas horas despierto, preocupado. Es mi primera vez. Me tiemblan tanto las piernas que apenas puedo andar. Disimulo mi cobardía, aunque temo que este sudor frío que perla mi frente me delate.

En posición frente a él, cumplo órdenes. Apunto al arrebolado amanecer que se refleja en sus ojos y disparo.

 

En medio de la oscuridad, busco a padre. No ha hecho nada. Es un buen maestro, fiel a sus ideales, que ha dedicado su vida a la enseñanza. Lo han sacado de casa a la fuerza. ¡Dios mío, he de encontrarlo! Madre está desolada y confía en mí. Soy el mayor. Las lágrimas no me dejan ver con claridad. Menos mal que el día empieza a clarear… Cuerpo a tierra de un salto cuando, al alba, unas detonaciones erizan mi miedo.

—¿Son disparos? No puede ser… ¡Asesinos! ¿Qué le habéis hecho?

Corro desesperado hacia ellos con la cara inyectada de rabia.

 

A pesar de esta noche de torturas insoportables, no han logrado doblegarme. He sido juzgado y sentenciado antes del amanecer.

—¡Disparad, cobardes! De la tierra que abrigue mi alma florecerán libres las amapolas. —les grito.

Me ciegan los últimos fogonazos. Rojo silencio.

66. Equinoccio (Alberto Moreno)

La joven enamorada se asoma a la ventana, y suspira. Ahí fuera el verano rojo exhala una de sus últimas noches. Quizá la última. Después se acerca a la cama y se inclina sobre el joven enamorado, dejando que su melena rizada caiga en cascada sobre su cara. Hazme el amor, susurra él. Y también suspira. Se deslizan las sábanas, lentamente, muy lentamente, y la ropa de ambos va desapareciendo. Despacio, sin prisa. Las paredes no tiemblan, los enamorados sí. No hay gritos, no hay furor, solo un deseo suave, doloroso e infinito, que inunda de magia la ciudad herida. La noche será roja y eterna, como ese último cielo rojo de verano. Las caricias, los besos, los leves gemidos y las rabiosas lágrimas van sucediéndose con una cadencia sutil, pausada, silenciosa. El cuerpo de ella, cálido y complaciente, se desliza, balancea, mima, expresa. Ella manda, él recibe. Y en el fondo de ambos, un grito ahogado, un deseo imposible: que el instinto los recoja en su manto animal. Que les haga olvidarlo todo.

Al otro lado de la puerta, dos enfermeras susurran, apenadas, con la boca plagada de llanto.

65. Pecado original

Eva no tenía que hacer malabarismos con un exiguo sueldo para llegar a fin de mes ¡Vivía en el paraíso! Tenía todo lo que necesitaba al alcance de la mano, sin soltar un céntimo.  Sólo había una insignificante condición para seguir disfrutando de aquella apacible vida: no comer del árbol prohibido.

Todo marchaba sobre ruedas hasta aquella fatídica mañana, cuya fecha prefiere olvidar. Caminaba despacio y con los ojos cerrados. Le gustaba  inhalar los distintos aromas afrutados y jugar a adivinarlos. A veces fallaba, pero de haber practicado más, habría llegado a ser una estupenda perfumista. Cuando abrió los ojos se encontró con la tentación personificada en apetitosa manzana. La fruta, de un rojo intenso, parecía insinuársele en apetecible manjar. Alterada desvió con rapidez la mirada y los pasos en otra dirección. Buscó la compañía de Adán para espantar la persistente e inquietante imagen rojo bermellón.

Dio un rodeo tremendo para no pasar junto al temido árbol. Esa noche soñó que mordía la apetitosa manzana. Hincaba, con reparo, sus caninos superiores y saboreaba. Su boca, impregnada de una textura suave, dulce y fresca, reclamaba más. Cuando despierta jugo de ambrosía resbala por la comisura de sus labios.

63. Periferia (Miguel Ibáñez)

Yo voy en un coche. Tú vas en otro coche. Miras por la ventanilla y las señales que ves son distintas a las que yo veo. El vestido negro te queda por encima de las rodillas.
[todo esto lo estoy imaginando]

Aparco en un claro alejado de la ciudad. Hay cosas que no deberían estar allí; un taxi y una cabina de teléfonos, como las de Londres. Meto dinero y te llamo. Recuerdo mejor tu número de móvil que el color de tus ojos, te redujiste a una cuestión gramatical; pretérito imperfecto o indefinido. Alguien debe tener anotado el instante preciso en el que nos convertimos en extraños. Pienso en el olvido como una barra de hielo derritiéndose. Me gustaría ver esa libreta.

Da tres tonos, lo coges y cuelgas. No tengo tiempo de oír casi nada. Preguntas y parece que algo distrae tu atención. Ese instante,nada para ti, rondará semanas mi cabeza. La máquina escupe, como metralla de las cosas que nunca nos dijimos, dos monedas de cinco céntimos, que manoseo hasta enrojecerme los dedos. Desesperado trato de ver si queda algo más, sudo. Una mujer que pasea con un gato me mira raro.

62. APACHES

Poco después del dieciocho de julio, madre les prohibió adentrarse en el bosque para jugar a indios y cowboys, y cuando llegó septiembre tampoco pudieron volver a la escuela de paredes desconchadas –don Feliciano, el viejo maestro que les llevaba al campo a observar rapaces y huellas de alimañas, había desaparecido–.

Desde entonces, las mellizas pasaban los días enteros en el desván cazando bisontes con sus arcos, asaltando carruajes y reduciendo cabelleras de enemigos, mientras madre vigilaba insistentemente por la mirilla.

No fue tanto la brusca irrupción de madrugada, los empujones de aquellos rostros pálidos con uniformes verdes y fusiles, el crujir de sus arcos pisoteados por las botas metálicas. Lo más hiriente fue que las llamasen rojas inmundas, mientras las sacaban a rastras hasta un furgón.

Ellas no eran simples pieles rojas.

Eran guerreras apaches.

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