Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

SERENDIPIA

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en SERENDIPIA

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LA SERENDIPIA. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
15 DE NOVIEMBRE

Relatos

90. El aroma de los curiosos

La nariz es sagrada en nuestra familia. Da igual que sea deforme y bulbosa, pues, como alguien escribió alguna vez, los rasgos se sacralizan por repetición. En ritual, al bebé recién nacido le comprobamos su nariz. Queremos reafirmar si ha nacido con la promesa del apéndice que nos identifica, y así celebrarlo. El paso de padres a hijos, de generación en generación, navega como una galera sobre el tiempo, y nuestra captura de olores la registramos como una gran memoria de los hombres. Y, quizá, gracias a la tradición, detectamos hasta el detalle más imperceptible: el hedor del plagiador hambriento, el vaho de los vacíos invernales, la rabia ante la cotidiana vulgaridad. Todo se aplica a nuestra pituitaria tan acostumbrada a reconocer presencias que coleccionamos como tesoros diminutos, como realidades irrecuperables. Por ello, amamos y odiamos, a la vez, a los que vienen a curiosear. Somos capaces de distinguirlos y de arrebatarles su aroma cuando se acercan, de recolectar la sensación única y remota, la de quien pretende olisquear entre nuestras líneas, fisgonear y copiar la fisonomía de nuestras anotaciones, dejando rastro de aquello que los define desde siempre.

89. SIN NOMBRE (Blanca Oteiza)

Acrofobia, astrafobia, coulrofobia incluso nomofobia. Por más páginas que lea o consulte en internet, no hallo el nombre a mi miedo. He leído denominaciones complejas en extensos libros, conocido fobias que ni imaginaba pudieran existir, incluso se me eriza el vello con alguna de ellas. Cada día me obsesiono más. No encuentro consuelo ni en bibliotecas ni en terapias. Llegué a encerrarme varios días hasta caer exhausto, rozando la locura. Deambulo como un superviviente apartado del mundo que me rodea. Comienzo a pensar que la deliriofobia me persigue y cada vez me preocupa más la atazagorafobia. He dejado de quedar con familiares y amigos, de celebrar cumpleaños o alegrarme de los éxitos del equipo de fútbol de la ciudad. Podría decir que he dejado de vivir atormentado por miedo a que se me atragante la fagofobia.

Derrotado me dejo caer en una esquina esperando conocer la verdad.

88. Fotofobia

No sabría precisar desde cuando tengo esa aversión. Diría que desde siempre. Mi primer recuerdo fue cuando encontré ese lugar en el mundo: cómodo, mullido, oscuro y acogedor. El acceso que daba al exterior apenas dejaba entrar la claridad. Lo que yo demandaba. Me acomedé y me sentí flotando. Aunque las especificaciones eran claras con respecto a la temporaliddad de la estancia, ya se iría viendo, –pensé- , sin muchas intenciones de querer abandonar aquel lugar.

Pasaron los meses y, si bien es cierto que notaba que me iba que iba quedando sin espacio, mi intención era no abandonarlo. Llegó la fecha de expiración del contrato. Mi casera que hasta entonces me había tratado con mucho cariño, empezó a perder la paciencia. Comenzó la hostilidad, los temblores en las paredes, los sondeos y el hostigamiento lumínico a través de la entrada, yo respondí dándole la espalda.

Lo siguiente fue el comienzo de las obras. Los operarios uniformados comenzaron a introducir las herramientas por la entrada hasta engancharme por la cabeza y, mediante succión, concluir con lo que llamaron alumbramiento. ¡Vaya si me dieron a luz!. Tanto que me cegaron, provocandome esta fobia con la que años después, aún sigo conviviendo.

87. INFRANQUEABLE

Escucho los sonidos que me llegan del exterior. El viento me trae los sones de su armónica. Sigue ahí, tocando para mí. El cartero me traerá sus palabras un día más. A él le llegarán las mías. Sus misivas traen el número de mi calle y mi piso, las mías el nombre de un parque. El contenido es siempre el mismo, sólo cambian las frases y, sin embargo, no cesamos de enviarlas, como si esos pliegos de papel fuesen misiles capaces de derribar los muros que nos separan, como si las paredes que me protegen fuesen a caer fulminadas por sus deseos de abrazarme; las mías no son menos y claman para que él venza su fobia y entre en casa. Somos dos prisioneros sin carcelero alimentados por la esperanza de dar con la llave que encaje en el cerrojo de nuestras celdas.

86. Una noche de luna negra

 

El tren se detuvo entre dos estaciones, la ausencia de sonido me despertó y el silencio era tajante, tanto que tuve miedo de haberme quedado sordo de pronto. Era una noche de eclipse, a lo lejos se veían unas luces titilantes como estrellas, parecían venir de un pueblo a medio habitar. El vagón dormía.

Creí escuchar el ladrido de un perro, sería el vigilante fiel de una de aquellas casas. Intenté abrir la ventanilla para aliviar mi angustia, pero no supe cómo. ¡Malditos trenes herméticos! Parece que viajamos en ataúdes con ruedas.

No soportaba más el silencio; no se oía ni una respiración, ni un aviso por megafonía, ni siquiera el sonido de los zapatos apresurados de algún revisor. Comencé a empujar con el codo a mi vecino de asiento (un hombre mayor sonriente que me robó espacio y aire al acomodarse en su sitio). Noté que se movía, pero no dijo nada.

Mi corazón latía frenético, saliéndose del pecho, y grité, pero ni yo mismo me escuchaba. Fue entonces cuando corrí por el pasillo, golpeándome contra las puertas de cristal hasta que perdí la conciencia. Cuando desperté no sabía dónde estaba, pero me alegró que hubiera ruido, mucho ruido.

85. El miedo sin nombre

Descubrí que todas las fobias tienen nombre, menos la mía: el miedo a no sé qué. Temo despertarme, dormirme, comer, tumbarme al sol, copular (sigo intacto)… Vivo atrapado en un miedo que no me suelta, que se alimenta de sí mismo y que crece cada día.

No sé dónde empezó todo. Tal vez fue aquel día en el río, cuando apareció aquella familia para hacer un picnic. Entre ellos, una luminosa chavala morena con trenzas. Me escondí, pero no dejé de observarla, el agua sobre su piel, las risas con su hermano cuando la salpicaba. La quietud de su cuerpo tumbado al sol, brillante, terso. Nada que ver con mi piel rugosa.

Cuando mi padre se acercó y murmuró: “¿A qué esperas? Ataca”. Un sabor amargo subió por mis fauces. Me hundí en el fango.

Desde entonces mi familia de aligátores me repudió. Vivo solo, encerrado en este miedo que no sabe su nombre. Continuo esperando volver a ver a aquella chica que podría haber estado en mis entrañas, pero que solo sobrevive en mis recuerdos.

84. Silencio roto

Tronquejo es un pueblo perdido de la mano de Dios. El azar lo llevó allí al desviarse para evitar una tormenta camino de Roma y, al ver que no había iglesia, repartió fobias entre los pocos habitantes que charlaban en la plaza como represalia.
El médico no soporta la sangre desde entonces y deriva las hemorragias al veterinario, un vampiro con gafas de sol que las hace desaparecer. Sin embargo, un repentino temor a la lana le impide curar ovejas si no están despojadas de su abrigo. Jeremías, el único pastor, las esquilaba con esmero hasta que apareció su fobia al ruido; la intolerancia a los balidos y al traqueteo ensordecedor de la esquiladora lo está dejando sin rebaño.
El padre Samuel llegó buscando una parroquia que no existía. Celebra misa en la bodega, lugar donde sobran los parroquianos. No le falta material para la consagración, aunque ahora se la salta debido a su inesperada manía al vino. Ha desarrollado también rechazo a Dios, más que por convertirlo en abstemio, por el trastorno que ha provocado en los demás. Sobre todo a Jeremías, angustiado a estas alturas por cualquier sonido. Tan feliz antes en el mutismo intacto de su sordera.

83. EL PADRE DE LA NOVIA (Ana María Abad)

La primera que me atacó fue la Antoniofobia. Después llegaron, en sucesivas oleadas, la Bernardofobia, la Claudiofobia, la Diegofobia y la Eliseofobia. El último año he conseguido librarme y lo he pasado muy tranquilo, pero me temo que ya se ha acabado esa buena racha. Y todo porque mi hija Sara ha aprobado las oposiciones, tras un año de duro esfuerzo y total enclaustramiento, y ha venido a visitarme a la farmacia donde trabajo: conocer a mi ayudante, Fernando, y ponerle ojitos tiernos, ha sido todo uno. Me fastidia un montón porque el muchacho siempre me ha caído bien, pero anoche oí hablar a Sara por teléfono y, esta mañana, al llegar a la farmacia, he notado en ese orden: un brillo especial en los ojos de Fernando, una sonrisa extasiada en sus labios, un picor inaguantable en todo mi cuerpo, y una irrefrenable repulsión hacia el pobre chico. Me temo que es el turno de la Fernandofobia.

82. Búsquedas (María Rojas)

Al atardecer se pierde en el laberinto de su armario de calles y cuerpos entrecruzados, buscando la camisa de rayas amarillas que nunca tuvo, pero que a lo mejor alguna tarde encontrará.

 

 

81. Vacíos (Patricia Collazo)

Paramisicólogamifobiaalosespaciosvacíosvienearrastradadesdealguna-experienciainfantil.Tenemosqueahondarenesosrecuerdosalosqueme-cuestatantoaccederparaencontrarlallavequemeayudeasuperarla,dice.-Noséaquéserefiere.Enmiinfancianohubovacíos.Unafamilianormalita,- unospadresquesiempremehacíanhuecoensucamajustoenelsitioque -ellosnollenabanconsuscuerposentrelazadosquiensabedesdecuándo.- Unhermanomayorqueyo,quenacíeltercero,aunquesiemprefuimosdos-porqueeldelmediomurióunañoantesdequeyollegara.Nuncasupecómo.- Teníamosdosabuelassinabuelosporquehabíanmuertoenlaguerradela-quenosehablaba.Solosemencionabaparaexigirquenosacabáramos- todalasopa.Untíoqueesquivábamoslastardesdedomingo,norecuerdo- porqué.Talvezporqueinsistíaenmostrarnossucoleccióndemariposasdise-cadasalasquesiemprelesfaltabaunala.Nohubovacíosenmiinfancia,ledi-goamisicólogaquemeaconsejaescribirsobreello.Yesoesloquehago.- Noentiendoporquéinsistetantoenqueagreguelosespacios.

 

Nota fuera de texto: el relato tiene exactamente 200 palabras

80. Descubrimiento impactante (Alberto BF)

Alicia era incapaz de hablar en público. Se había convertido en algo superior a sus fuerzas, y, cada vez que lo intentaba, sufría fuertes taquicardias, acompañadas de unos mareos insoportables. Alguna vez, incluso, se desmayó en las exposiciones grupales en su temida asignatura de Comunicación, para sobresalto de sus compañeros.

Pero era una persona muy inteligente, y encontró dos soluciones para sortear su fobia particular: por un lado, tomar un chispacito de cazalla antes de cada discurso, para atreverse con lo que hiciera falta; por otro, pedir a su amigo de confianza que se sentara en primera fila y le fuera recordando su argumentación a través de un pinganillo.

A partir de ese momento, todo cambió. Sus exposiciones comenzaron a ser un éxito, y ella se sintió cada vez más segura de sí misma. Su imagen de aplomo y determinación calaba profundamente entre los asistentes a sus ponencias.

Un día, de repente, comenzó a pronunciar frases raras, sin haber bebido apenas cazalla. Decidió investigar, y se revelaron ante ella dos realidades desconcertantes: la primera fue que su amigo, supuestamente abstemio, era un alcohólico irredimible.

La segunda, demoledora, la dejó aún más perpleja: aquel inocente pinganillo transmitía los efectos del alcohol.

79. Interinidades

Aquel día lloró. Lloró hasta alcanzar el orgasmo. Una sucesión de llantos extraños que nunca antes había proferido, al menos en mi presencia. Sus gemidos parecían los de una gata en celo, el vaivén enloquecido de una puerta mal engrasada movida por un viento anónimo y dispar. Dos gotas reverdecidas colgaban de sus lacrimales, profundos como siempre, sin llegar a caer del todo, exentas de las leyes de la gravitación y de la hidráulica. Después, cuando me vacié en ella, se dejó caer sobre mi pecho. Tardamos un buen rato en romper aquel silencio. No encontramos explicación a lo ocurrido; tampoco le dimos importancia. No era el primer polvo raro que habíamos echado. Sin embargo, volvió a ocurrir en cada coito, hasta que ninguno de los dos pudimos soportarlo más y el sexo se convirtió en un paraguas colgado de una percha en tiempo de sequía. Consultamos con un especialista que nos descubrió una fobia cruel e inesperada: una pena intangible al copular con la persona amada. Decidí buscarle otros amantes y observarles mientras yo me auto satisfacía. Todo iba bien hasta que llegó él, y volvieron los maullidos de gata, el chirriar de puertas, la ingravidez de sus lágrimas

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