Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

FOBIAS

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en FOBIAS

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán LAS FOBIAS. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE SEPTIEMBRE

Relatos

71. La más bella de las codas

Dicen que cuando nació, en los pasillos del hospital resonaron durante horas las más hermosas nanas. Así, la infancia de Cecilia, como tuvieron a bien llamarla, transcurrió cual allegretto, con el desenfado de un jovial estribillo. La coctelera explosiva de la juventud hizo que surcase sus venas un caudal de ritmos electrónicos, desembocando, con su entrada en la universidad, en la psicodelia roquera que la llevaría a conocer a su futuro marido. Por supuesto que en su boda sonaría un vals, y en su luna de miel en Nueva York un coro góspel haría las delicias de ambos. Pero a veces el infortunio se ceba con el amor, y lo que en tiempos fue un bolero puede llegar a convertirse, trágicamente, en un inconsolable réquiem. Aseguran, que desde que él no está, las horas de Cecilia discurren con la ingravidez de un jazz de esos que parecen no llegar nunca a ninguna parte, aunque si le preguntas te dirá que sus pasos la conducen a la más bella de las codas: reencontrarse con él. Tal vez sea verdad, o tal vez no. Pero ese es otro cantar.

70. Resistiré (La Marca Amarilla)

Cuando decretaron el confinamiento de la población, Amadeo decidió coger su vieja guitarra y buscar un buen sitio entre los pasillos del Metro de la ciudad. Allí amenizaría el trasiego de trabajadores esenciales como él, convencido de que cualquier artista era vital para este mundo.

Amadeo tocaba su versión particular del Concierto de Aranjuez, un poquito de Triana, algo parecido a Pink Floyd y bastante de Sabina, que era cuando más monedas caían en el sombrero que ponía delante suyo. Sí, también el “Resistiré”…

Los primeros días regresaba a casa para descansar pero empezó a quedarse a dormir en un banco del andén. Amadeo hacía todo esto por su publico, notaba las miradas de gratitud por encima de las mascarillas.

De vez en cuando salía a comprar algo de comer y de beber, pero un mal día que no se encontró muy fino dejó de salir, y nunca más volvió a comer. Sólo tocaba y tocaba… A pesar de que ya casi nadie pasaba por el suburbano, apenas algún vagabundo, hasta que llegó el día en que Amadeo interpretaba solo para él.

Pero no le importaba, estaba seguro de que con su música esta pandemia la íbamos a vencer.

69. Virtuosa

Las clases particulares de piano finalizaron el día en el que mi profesor metió sus manos bajo mi falda. Mis padres inevitablemente se enteraron y, tras unos meses, me internaron en un prestigioso conservatorio. Aquello fue lo más parecido a una cárcel, pero con música a todas horas. Cuando llegaba la noche dejaba que mi compañera de habitación hablara y hablara, mientras yo alzaba mis manos al aire y las hacía danzar al son de una partitura libre. Como si de una nana se tratara. El día que salí nadie me esperaba. Acudí al primer McDonald’s que vi; pedí un Happy Meal y un empleo. Compartí piso con los compañeros de turno y, milagrosamente, proseguí con mis estudios.

Cada vez que me subo a un escenario no puedo evitar pensar en aquella chica, en mi falda, el profesor y sus ágiles dedos. Y que el precio que he pagado por la música ha sido demasiado alto: cuando observo al adolescente que acompaña a mis padres en el palco, a los que no llama abuelos. Y los tres aplauden orgullosos, y yo lloro de emoción y de rabia. Y vuelvo sola a casa.

68. Ceguera -Calamanda Nevado-

El coreógrafo me miró de arriba abajo y preguntó si podía darle el nombre completo. Gregorio Adrián, le contesté. Un momento, por favor, y pasó el dedo por varias páginas comenzando por detrás, mientras murmuraba: Gregorio… Gregorio… Se detuvo y me espetó ¿Seguro que ha tocado aquí antes? Por supuesto, hace años.   Dije, decidido.  Sin hacer comentarios    siguió  buscando en siete páginas más. Entonces cerró la carpeta. Aquí no figuran  sus datos como violinista. En aquella ocasión   la secretaria me dio esta etiqueta de inscripción, afirmé alzando la voz para que me creyera. Disculpe, este modelo de tarjeta lo retiraron cuando usted era adolescente. Bajé los brazos,   me  despedí, y fui a  sentarme al sofá más alejado del vestíbulo. Ahí recordé  mi Alzheimer incipiente ¡Era  un estúpido descuidado!, mira que   no recordar el nombre falso que  he utilizado para inscribirme y entrar en esta orquesta.

No sabía qué hacer cuando de repente el coreógrafo se acercó.  Gregorio creo que lo tengo; apuesto a que se  apuntó con otra referencia. Puede… Acompáñeme ¿Es él?,  preguntó al director, tras recorrer varios pasillos. Sí, gracias.

Gregorio creí que no vendrías.

Yo que no me reconocerías, me equivoqué.

Nos equivocamos. Qué tal la cárcel.

67. La matrioska è finita

Empeñado desde la niñez en crear una opereta matrioska, el gran Tramezzini encontró la inspiración tras asistir al estreno de una famosísima ópera cuyo libreto narra cómo una compañía de actores representa en un pueblo una inocente comedieta en la que el gruñón payaso Polichinela descubre que su dulce esposa Colombina se la está pegando con el apuesto Arlequín.

Ocurriendo la coincidencia de que la bella actriz Nedda, que hace de Colombina, anda en amores furtivos con el galán Silvio (Arlequín) a espaldas de su marido Canio (Polichinela). Teatro dentro del teatro.

Tramezzini fusiló este argumento añadiendo dos niveles más. En un tercer plano, situó a los cantantes de la ópera que encarnan a los actores que encarnan a los payasos. El tenor Pandolfini, la robusta mezzosoprano Inglheri, que además es su consorte, y el tenorino Scappatini, algo melifluo y que chichisbea con la primadonna en cuanto tiene un rato libre. Idéntico lío amoroso, pues.

Y en el cuarto plano, quién sino el propio Tramezzini que, a insistente petición de su encantadora esposa Begum, aceptó invitar a la ópera a su hermoso amigo Félix.

Así dispuso nuestro genio los cuatro finales:
Comedieta: Bastonazos
Actores: Cuchilladas
Cantantes: Gallitos
Tramezzini: Onanismo.

66. Soltando lastre

Fue el propio director de la orquesta quien decidió ir quitando elementos para la Novena Sinfonía. Primero se deshizo de la percusión, “por redundante”, según aseguró literalmente. Luego hizo desaparecer las voces (Coro masculino, coro femenino, barítono, tenor, soprano y contra alto) Después prescindió del timbal del Segundo Movimiento y a continuación de los instrumentos de cuerda. Por fin, eliminó los de viento, una decisión que le costó más de lo esperado.

Ahora interpreta cada martes su pieza musical en el teatro. Se sube al escenario, frunce el ceño, ensancha los hombros, da dos toquecitos con la batuta en el filo del atril y comienza a agitar los brazos. El único sonido que se percibe en la sala es el de sus mangas cuando chocan violentamente contra los botones del frac. El público sólo tiene que acomodarse en sus butacas e imaginar, nota a nota, la fantástica pieza de Beethoven.

65. Bandera blanca (Patricia Collazo)

Nos mirábamos a los ojos y nos preguntábamos qué estábamos haciendo, por qué luchábamos entre nosotros. Eso ocurría siempre que la música empezaba a sonar.

Cuando la novena sinfonía de Beethoven se colaba en nuestras cabezas sudorosas, la batalla se detenía. Abandonábamos las trincheras, bajábamos los fusiles y nos quitábamos los cascos como signo de respeto ante los enemigos caídos.  Abrazados en corros, entonábamos las apasionadas notas de la melodía. No hablábamos, nuestros idiomas eran distintos, pero aun así nos entendíamos.

Hasta que los jefes al mando de uno u otro bando pillaban al desertor que había hecho sonar la música y la silenciaban. El desertor era condenado a muerte por la corte marcial. Y el resto retomábamos la batalla justo donde la habíamos dejado.

64. CANCIÓN DE OTOÑO

Alessandra mueve el esqueleto como ninguna. En otoño, cuando las hojas cantan su canción, revive fundida con ellas en un vaivén acompasado al dictado de una melodía que sólo ella parece escuchar. Gira sobre su lápida con gracia, abstraída de todo lo demás, hasta que el viento cesa y el silencio se impone; entonces se pliega sobre sí misma en una elegante pirueta y desaparece dentro del ataúd. Nicolás se muere por sus huesos. Por los doscientos seis. Ofrece los suyos a Eolo para volverla a ver pronto, añorando los días en los que ella estuvo dentro de una caja de música que él podía manipular a su antojo.

63. Aires de suficiencia

Un virtuoso no merece semejante audiencia, piensa el violinista. Palmean como el público que asiste a un programa de televisión para jalear, sin criterio alguno, todas las frases del presentador. Si apreciaran realmente la música, sabrían que solo se aplaude al acabar la obra, no tras lo que debería haber sido una brevísima y tranquila pausa para acomodar el violín después del segundo movimiento.

Espera a que acaben. Y entonces cierra los ojos, aprieta los labios y comienza a interpretar la última parte con vehemencia. Sus dedos, arrebatados, enlazan infinitas notas en cada pase de arco. Con una técnica impecable, aumenta progresivamente el tempo hasta convertir el allegro en un prestissimo frenético que no detiene al llegar al final de la pieza, sino que prolonga en un ejercicio de improvisación.

Al cabo de un rato, deja de tocar, levanta el arco y se queda mirándolos, asintiendo, como si les diera permiso para aplaudir. El grupo, ya bastante menguado, se dispersa en silencio. Un par de personas se acercan para echarle unas monedas.

62. Cosa Nostra

Giuseppe, el único varón, siempre fue su hijo predilecto. Aunque yo también tuve mis momentos de gloria, como cuando aprendí a tocar il canto familiar con el violín. Hoy, al leer el testamento de papá, me he entristecido mucho. Nunca entendí su obstinación por conservar el apellido, ¡porca miseria! No había vuelto a abrir la funda hasta ahora, para tocar el réquiem por mi hermano.

61. El contrabajista

Su posición era la última, si bien era la fila más alta, hasta allí apenas llegaban las miradas del público que se concentraban en la mujer que tocaba el violín. Parecía mágico, con los ojos cerrados, simplemente deslizaba el arco sobre las cuerdas, y éste, en su memoria de años de conciertos, dejaba salir las notas exactas en el momento preciso

Él era uno de los seis contrabajos que ponían un fondo grave a la melodía, tres o cuatro notas en sus posibles combinaciones, su única preocupación era estar atento al director para que éste le indicara con la batuta el do que debía tocar en ese momento, pero se distrajo mirando a la mujer del violín, debía haber tocado incluso sin que el director lo indicara, para eso se ensaya mil veces

La falta de esa nota, de ese do grave, desorientó a la violinista, la cual, por unos instantes, perdió el ritmo y cambió un mi por un la y un re por un sol, lo que aparentemente podría pasar desapercibido produjo un “ohhh” en el público. La violinista miró al contrabajista y éste a la violista, el director volvió a poner orden y el concierto continuó

60. LO QUE CUESTA EL ÉXITO (Ginette Gilart)

Cuando se abrió el telón la diva apareció sentada muy erguida en una silla colocada en un pedestal oculto bajo una tela de seda roja, rodeada de una gran cantidad de flores y plantas. Empezó cantando un aria famosa y de inmediato se hizo el silencio en la sala. El público quedaba extasiado escuchando la voz cristalina de la soprano.
Al finalizar la obra una cohorte de admiradores y de periodistas la esperaba a la salida del teatro. Apareció la cantante envuelta en telas, perfumes y sonrisas mandando besos con la mano a diestra y siniestra; una verdadera diosa. Al pie de la escalinata esperaba su chófer que le abrió la puerta del coche. Sentada en el interior seguía saludando a sus fans que no paraban de aclamarla.
Llegó al hotel cansada y sin demora se despidió de su secretaria para encerrarse en su habitación. Se quitó la ropa que la agobiaba y se dirigió al cuarto de baño para desmaquillarse. Después de un buen rato limpiándose la cara para eliminar cualquier rastro de cosmético se miró al espejo que tenía enfrente, y ante su rostro avejentado, suspiró un momento y se echó a llorar.

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