Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

BLANCO Y NEGRO

Un relato con menos de 200 palabras inspirado en BLANCO Y NEGRO

ENoTiCias

Bienvenid@s a ENTC 2025 ya estamos en nuestro 15º AÑO de concurso, y hemos dejado que sean nuestros participantes los que nos ofrezcan los temas inspiradores. En esta ocasión serán relatos que desarrollen el concepto BLANCO Y NEGRO. Y recuerda que el criterio no debe ser poner menos palabras sino no poner palabras de más. Bienvenid@
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Esta convocatoria finalizará el próximo
30 DE DICIEMBRE

Relatos

70. La escalera de Jacob

Era su país. Trabajó, vivió.

Arriba, el cuadro de la escalera de William Blake; escuchaba la música fantasmal que salía de él. Un pie y el otro. Recogió a sus hijos en el cuarto peldaño, Amin y Aisha, también eran palestinos.

Miró una vez al Ángel de la historia, el último de los cuadros, negando con la cabeza. Siguió el descenso y cuando pisaba el último de los escalones, mientras Aisha leía en la madera la palabra exilio, desaparecieron entre el polvo y la ceniza. El ángel de Klee, de Benjamin, dijo -todo se repite.

69. Prometeo de extrarradio

Nicolás sube las escaleras sintiendo la roca que Hefesto encadena cada tarde a su pie. Interpreta en el teatro una obra sobre los hombres y el fuego que Zeus les arrebató, y en ella es el sufrido Prometeo, causante de aquel desaguisado y también el encargado de arreglarlo recuperándoles tan preciado bien. Cuando acaba la función, vestidos ahora de mortales, “Zeus” y él negocian a escondidas, y después se va. Ha caminado un buen trecho por barrios solitarios de calles sin nombre hasta llegar a casa, donde todavía le esperan cinco pisos que sube con fuerza menguante y creciente aflicción. Marta lo recibe mostrando una serenidad que el ansia de sus ojos desmiente. Nicolás quisiera abrazarla largamente, pero se limita a besarla y entregarle una bolsita. Ella la recibe con mirada esquiva y se retira a su cuarto, salida de escena que él observa inexpresivo mientras se sienta en el sofá apartando a un lado una guitarra y una mantita. En la mesa baja de centro, saturando el aire de la salita, arde una vela junto a un lápiz y un cuaderno de música emborronado, entre libretos teatrales, vasos usados, un cenicero lleno y varias botellas vacías, ninguna de atrezo.

68. Opciones no contempladas

Trepar por la escalera de incendios exterior del edificio hasta el alféizar de la ventana tan rápido como si pudiese invertir el espacio-tiempo un par de segundos. Pararme a reflexionar aunque solo sea otro par de segundos. Secarme las lágrimas. No girar la cabeza hacia el interior para evitar ver una casa donde tú ya no estás. Dejar de suspirar. Bajar del alféizar y cerrar la ventana.

O haber aprendido a volar.

67. A medio camino de ti.

Siento como si una escalera infinita nos separara. Tú, arriba, en la cima, mientras que yo, desde abajo, vivo en una lucha constante por alcanzarte.

Miro con nostalgia el lugar que hace poco ocupábamos juntas. Te recuerdo de mi mano, subiendo cada peldaño, siempre delante, protegiéndote con mi escudo para que nada ni nadie te hiciera daño.

Pero creciste, y con cada paso, la distancia entre nosotras se hizo mayor. Portazo a portazo cerraste las puertas que yo dejaba abiertas, y aprendí, con dolor, a observarte desde la distancia, esperando los momentos en los que crees necesitarme. Entonces corro a los peldaños intermedios, donde solo las treguas son posibles.

Con solo mirarte a los ojos, veo la llamada de socorro que tu boca, ahora en un rictus de enfado constante, se niega a gritar. Te abrazo por la espalda, sin invadir, sin exigir. Siento tu cuerpo frágil, efímero, como el de un pajarito a punto de alzar el vuelo.

Solo deseo que vueles sin miedo y descubras que la felicidad es posible. Y, cuando mires atrás, quiero que recuerdes algo: yo siempre estaré aquí, con las manos abiertas, lista para sostenerte si alguna vez necesitas volver.

66. MI MARIDO, EDWARD ROCHESTER

Hace años que cesaron los gritos de arriba. Nos casamos una vez expiraron éstos y su ausencia dio paso a una algarabía, fruto del juego y las risas de nuestros dos hijos. Pero hace tiempo que ambos abandonaron el nido, y ahora esta guarida sin crías inquieta por su silencio. En este marco, el crujir de nuestras pisadas son el culmen del bullicio, el golpe de nuestras cucharas en el plato, la cúspide del mayor de los escándalos. La voz de mi marido solo resuena cuando hay invitados en casa. Dormimos en cuartos separados, ya no soporta el roce de mi piel. Debo actuar rápido. Mañana, en cuanto amanezca, cogeré el mazo y destruiré uno a uno los peldaños de esa escalera. Los mismos dieciséis peldaños en espiral que separaban a mi marido de su antigua esposa. “Éramos como fantasmas”, me dijo, “ya ni siquiera conversábamos durante la comida.”

65. Su-vida

El niño empezó orgulloso a salvar los peldaños bajo la atenta mirada de su padre, que lo sujetaba de los bracitos. Después del primer rellano, se atrevió a seguir solo sin su ayuda. La escalera se hizo entonces más empinada; su cuerpo, más grande. Caminaba sin la alegría de antes, aminorando su marcha, preocupado por las grietas que salían de los nuevos escalones. En este tramo aparecieron los primeros amores y los últimos desamores. En el siguiente, aumentó el peralte, sintió el peso de los años y tuvo el deseo de darse la vuelta, de volver a ser aquel niño, pero el destino siempre lo empujaba hacia arriba. Ya ha pasado la época del miedo a lo desconocido. La de las nostalgias, aún no. Se pierde en los recuerdos que dejó en los pasamanos de abajo. Apenas puede moverse y es ahora su hijo quien le agarra la mano y lo anima a dar otro pasito. A duras penas continúa sin descanso mientras se va desgastando por dentro. Sin embargo, hoy se siente ligero, como flotando. Dibuja una sonrisa henchido de felicidad, tira del brazo de su lazarillo, lo mira y le dice: «Gracias por enseñarme a subir escaleras, papá».

64. La culpa

Desde que su mujer desapareció, él se movía por el pueblo acarreando una escalera. Siempre la misma rutina. Salía de casa, temprano, la mirada baja, silencioso. Al llegar al bar, dejaba la escalera junto a la puerta y pedía chatos y chatos de vino; cada día, uno más. Ya de noche, cuando era la hora de cerrar, volvía a casa tambaleándose. Sólo se paraba bajo el árbol de la plaza, con la escalera apoyada en el tronco y su inmenso pañuelo en mano, a mirar hacia arriba y a descansar.
Algunos vecinos aseguraban, entre carcajadas, que siendo un tipo violento era para estampársela en la cabeza de quien le había robado a su Antonia; otros juraban que le habían visto subir a fisgar a través de las ventanas de las casas del pueblo por si ella estaba amancebada en alguna; también que la llevaba con la intención de encaramarse a cualquier tejado de la calle Mayor y acechar por si ella pasaba… Todos los chismorreos parecían posibles hasta hoy al amanecer, cuando el alguacil ha descubierto la escalera junto al tronco del árbol y su cuerpo balanceándose entre las ramas.

63. Peldaños con años (Juana María Igarreta)

Antes de que me lo pregunte, yo se lo cuento. Estar aquí se lo debo a una escalera. Mi intención era alcanzar el altillo del armario, pero no esperaba llegar tan arriba. Era una escalera de esas de tijera. Ni yo sé desde cuándo estaba en casa. Todo fue por mi cabezonería en hacerme con la caja de fotos en blanco y negro. Eran fotos de mi infancia. La infancia ya sabrá usted lo que marca. Sin esas fotos me sentía como si me hubieran arrancado un trozo de mi vida. Porque están también los recuerdos, claro, pero ésos a veces van cambiándose caprichosamente en nuestra cabeza. Mi Eulogio, sin ir más lejos, contaba cosas nuestras que yo nunca viví. Las fotos son otra cosa, sobre todo las antiguas. Te ves tal cual, sin trampa ni cartón. Mis preferidas eran las de las comedias que por Navidad hacíamos en el colegio. En una aparezco vestida de Virgen María, y en otra de angelito. Yo siempre he sido de esas cosas, ¿sabe?

_ ¡Al fin te despiertas, mamá!, ¡menudo susto nos has dado!

_ ¿Eres tú, Fernando? Cuánto tiempo sin verte. Con esa barba pareces…, pareces San Pedro.

 

62. NO BAJES LAS ESCALERAS (Rosalía Guerrero Jordán)

Mamá siempre me dice que no baje las escaleras que van al sótano o vendrá el hombre del saco a por mí, igual que antes vino a por mis hermanos.

Papa se enfada cuando la escucha decir esas cosas, y le explica que no hace falta que me asuste, que soy un niño obediente y no voy a bajar. Yo le veo sonreír con los labios, pero sus ojos están tristes. Entonces, mamá sé mete en la cocina y hace ruido con las cacerolas para que no la oigamos llorar, y papá me envía a mi habitación a estudiar.

Algunas noches, cuando piensan que estoy dormido, bajan juntos al sótano y ponen música. Entonces, me asomo y los observo desde arriba mientras bailan y juegan con mis hermanos y con los otros niños que no conozco, pero que ya me he aprendido sus nombres de tanto escucharlos. Cuando acaban, papá y mamá los vuelven a encerrar en sus jaulas, quitan la música y apagan la luz. Y yo pienso que un día voy a bajar esa escalera porque, aunque la oscuridad me asusta y las jaulas son muy pequeñas, estoy cansado de jugar solo.

61. Imposibilidad

Al principio creyó que, si lo dejaba todo tal y como estaba, ella seguiría allí. Pero las noches en vela le enseñaron que ningún objeto la traería de vuelta, que verlos solo hurgaba en la herida.
Lleva todo el día subiendo y bajando escaleras sin tregua, trasladando cosas al desván. Un viaje con sus frascos de perfume, su peine, su cepillo de dientes. Otro con su taza de café favorita, la libreta de recetas, el florero que ella siempre llenaba de color. Le duele, pero también sube la manta con la que se acurrucaban en el sofá, el pañuelo que le regaló en su luna de miel, el diario de tapas rojas donde ella atrapaba momentos compartidos de felicidad.
Cuando no queda nada suyo a la vista, se tumba en la cama, pero el sueño no llega. El colchón guarda su forma, su olor. Se levanta y busca una cuerda. Dobla el colchón con esfuerzo. Lo ata. Con empujones, tirones y sudores, lo arrastra al desván.
Esa noche, por fin, duerme tranquilo, aliviado. Al despertar, lo primero que ve es el libro rojo. Se incorpora y piensa en lo bien que luciría el florero con el color de unas begonias.

60. Solo fue un mal sueño (Alberto BF)

Anoche tuve mi peor pesadilla.

Subía las escaleras de la residencia en la que trabajo, como cada mañana, a repartir toneladas de cariño a mis queridos abuelitos. Y entre todos ellos, a mi residente favorito, el bueno de Marcelo, ese amable señor de pelazo blanco y eterna sonrisa.

Pero esta vez no me recibía sonriente, como solía hacer. No. Boqueaba como un pececillo moribundo, en busca de aire y lleno de angustia.

Corrí a por un respirador, pero no había ninguno disponible.

Así que pedí urgentemente una ambulancia. No entendí bien la pregunta sobre el seguro privado, pero al responder que no tenía, me dijeron que para él no quedaban. Además, añadieron, en los hospitales habían ordenado que no atendieran a nadie que se encontrara en circunstancias como la suya.

Que le dejara descansar tranquilo en su habitación, me recomendaron.

Y el pobre Marcelo, apagándose, me miró con su sempiterna cara de agradecimiento y tristes ojos de despedida.

Ahí es cuando me desperté, agitada por la escena, pero aliviada porque solo se trataba de un mal sueño. Me tranquilicé pensando que nadie en su sano juicio podría permitir jamás que una situación como esta pudiera suceder en la realidad.

59. Miradas

Sucede cada día de lunes a viernes. Ella sube una parada después y baja una parada antes. Entra siempre por la primera puerta del segundo vagón y, si puede sentarse, saca el móvil del bolso y pasa pantallas. Si se queda de pie, se coloca los auriculares, cuelga el brazo de un asidero y mira a ninguna parte. Algún día he pensado que podría seguirla para saber a dónde va, qué hace, pero nunca me he atrevido. Tampoco he osado acercarme lo suficiente para sentir su aroma. Como si alguna de estas acciones pudiese alterar el equilibrio cósmico que me permite verla cada mañana.

Hoy, pero, no ha bajado en su parada y eso me ha desconcertado. No he sabido como reaccionar y la inercia cotidiana me ha empujado a salir en la siguiente estación, la mía. Ha sido cuando me dejaba subir por las escaleras mecánicas que he sentido unos ojos clavados en la nuca. Cuando me he girado he visto como ella, unos escalones más abajo, no rehuía la mirada.

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